viernes, 31 de marzo de 2017

Cuatro años y un día

Tras no pocas opciones y descartes decidí titularlo así. A modo y manera de una condena a la que enfrentarse el título daba respuesta a lo que a través de las páginas siguientes iría apareciendo y revelándose contra la desmemoria de los años. Un libro en el que la suma de relatos actuó como capítulos conexos de todas las peripecias recordadas y vividas por aquellos adolescentes que fuimos. Adolescentes que en busca de un futuro a mejor fuimos paganos de una taxativa separación de nuestra infancia y un pasaporte a la adolescencia sin cuñar se nos fue ofrecido. Tiempos de soledades compartidas con quienes acabaron siendo parte de ti. Jornadas inacabables entre los pupitres y las zonas de recreo subsistiendo a la permanente vigilancia por los custodios franciscanos que ejercieron cumplidamente con su labor. Y con todo ello, el reflejo positivo de aquella etapa como si quisiera el subconsciente alejar del dolor lo dañino. Tardes de invierno en las que el frío penetraba por los resquicios del alma para dar cuenta de aquellas consignas de nosotros mismos en las que nos convertimos. Espacios en los que a modo de islas dejábamos claros los dominios sin aceptar usurpaciones. Vueltas y vueltas a unos juegos en los que las revanchas se aplazaban unas horas y se volvían en tu contra al menor descuido. Eternas tardes de estudio con el silencio como vigía permanente intentando celar  los vuelos. Nadie fue capaz de ponerle cerco a los sueños que en aquellos púberes campaban a sus anchas. Permeabilizados con conocimientos que a la corta resultaron ser más prescindibles que lo que el propio temor a no adquirirlos se empeñaba en pregonar. Una reclusión en la que las penurias se diluían y las alegrías se eternizaban buscando árnica para las primeras. En definitiva, un compendio de todo aquello que será difícil de entender por parte de quienes no pasaron por dicha experiencia. Futuros que apuntaron alto y quedaron en medianías y viceversa fueron dando respuesta a las curiosidades que el interrogante de los calendarios lanzó décadas después. A modo de corolario, aquello que fue, ya no es. El destino le tenía reservado otro papel y aquellas paredes que se alzaron como refugios interiores, cambiaron de argumento. Si alguien sigue recordando de tal modo aquel periodo posiblemente llegue a la misma conclusión. Pese a todo, por encima de todo, y gracias a todo, mereció la pena. Nada tiene sentido cuando se intenta rebobinar una vida que no encuentra su  vuelta atrás. Lo único que nos queda es darle el beneplácito de haberla vivido como sólo el recuerdo es capaz de hacerlo: ocultando las lágrimas y sonriendo compasivamente hacia uno mismo.

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