Los livianos tabiques
Desde que la necesidad de ubicación masiva o la especulación urbanística
decidieron convertirnos en palomos de un palomar llamado edificio, la cosa
empezó a pintar mal. No sólo había que tener ojo o suerte a la hora de elegir
tu jaula sino que además debía contar con el comodín adecuado que te
garantizase vecinos aceptables por los cuatro costados. Con un poco de
paciencia ibas marcando territorio y aceptando el de los otros en la
cordialidad que toda convivencia necesita. Pero con lo que nunca contaste fue
con el calibre de los tabiques que harían divisible la indivisibilidad y
cercana la lejanía de la intimidad. Así, ante tus oídos, periódicamente, acuden
todo tipo de zureos. Y el sentido inverso
entre la hora del día en que se producen y la intensidad de los mismos acaba
condecorándote como el espía involuntario y coincidente. Si los estertores se
llevan a cabo a la luz del día, se dan por válidos. Quizá el acompañamiento
callejero difumine las corcheas de tales notas y de tan acostumbrados a ellos
no les demos mayor importancia. Ahora bien, llegada la hora de las tinieblas,
cuando el descanso se hace necesario, reparador y presente, aquí sí, aquí el
protagonismo del más mínimo ruido cobra relevancia. Dará lo mismo que sea la parada del ascensor
la que delata la llegada del trasnochador. Dará lo mismo que el tintineo del
llavero anticipe la búsqueda de la llave adecuado entre el manojo bailarín.
Dará lo mismo si los pasos almohadillados por el pasillo intentan evitar el
taconeo delator. Todo sonará estereofónico y dará pistas de nuestra ruta. Si la
necesidad nos remite al baño, entonces se adquieren tonos de tragicomedia y la
inutilidad de silenciarnos nos dará de bruces. Y todo por no habernos percatado
de cuán livianos eran y siguen siendo
los tabiques que se erigieron en separadores de un carpesano tan frágil como
necesario. Puede que incluso el ritmo
frenético de un somier alce tus párpados para descubrir que no eres tú quien
navega entre los lienzos sorteando esa borrasca. En un intento pudoroso
buscarás recuperar el sueño que dejaste a medias y no lo podrás hacer hasta que
el lejano vaivén cese. No sabrás si aplaudir y añadir con ello más decibelios a
la noche o callar para respetar intimidades. Puede que las agujas del despertador
te despierten sobresaltado cuando apenas habías recuperado tu viaje por las
ensoñaciones. Y entonces sí, entonces descubrirás por fin, que el ciclo se
reanuda. Alguien al otro lado del tabique que separa inodoros mantiene el mismo
silencio que tú a la espera de ser el último que decida vaciar su interior
aprovechando tu mismo ruido. Poco importará si coincidiendo en el ascensor de
bajada ambos calláis el hecho de haber
sido testigos acústicos de todos los ruidos que la noche dejó volar. Miraréis
la botonera como si en ella se depositaran los pensamientos y las risas
calladas concluirán con el “buenos días” que educadamente pondrá fin a tan
largos espacios de tiempos compartidos a través de las livianas paredes.
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