martes, 28 de marzo de 2017

Los livianos tabiques


Desde que la necesidad de ubicación masiva o la especulación urbanística decidieron convertirnos en palomos de un palomar llamado edificio, la cosa empezó a pintar mal. No sólo había que tener ojo o suerte a la hora de elegir tu jaula sino que además debía contar con el comodín adecuado que te garantizase vecinos aceptables por los cuatro costados. Con un poco de paciencia ibas marcando territorio y aceptando el de los otros en la cordialidad que toda convivencia necesita. Pero con lo que nunca contaste fue con el calibre de los tabiques que harían divisible la indivisibilidad y cercana la lejanía de la intimidad. Así, ante tus oídos, periódicamente, acuden todo tipo de zureos. Y  el sentido inverso entre la hora del día en que se producen y la intensidad de los mismos acaba condecorándote como el espía involuntario y coincidente. Si los estertores se llevan a cabo a la luz del día, se dan por válidos. Quizá el acompañamiento callejero difumine las corcheas de tales notas y de tan acostumbrados a ellos no les demos mayor importancia. Ahora bien, llegada la hora de las tinieblas, cuando el descanso se hace necesario, reparador y presente, aquí sí, aquí el protagonismo del más mínimo ruido cobra relevancia.  Dará lo mismo que sea la parada del ascensor la que delata la llegada del trasnochador. Dará lo mismo que el tintineo del llavero anticipe la búsqueda de la llave adecuado entre el manojo bailarín. Dará lo mismo si los pasos almohadillados por el pasillo intentan evitar el taconeo delator. Todo sonará estereofónico y dará pistas de nuestra ruta. Si la necesidad nos remite al baño, entonces se adquieren tonos de tragicomedia y la inutilidad de silenciarnos nos dará de bruces. Y todo por no habernos percatado de  cuán livianos eran y siguen siendo los tabiques que se erigieron en separadores de un carpesano tan frágil como necesario. Puede que  incluso el ritmo frenético de un somier alce tus párpados para descubrir que no eres tú quien navega entre los lienzos sorteando esa borrasca. En un intento pudoroso buscarás recuperar el sueño que dejaste a medias y no lo podrás hacer hasta que el lejano vaivén cese. No sabrás si aplaudir y añadir con ello más decibelios a la noche o callar para respetar intimidades. Puede que las agujas del despertador te despierten sobresaltado cuando apenas habías recuperado tu viaje por las ensoñaciones. Y entonces sí, entonces descubrirás por fin, que el ciclo se reanuda. Alguien al otro lado del tabique que separa inodoros mantiene el mismo silencio que tú a la espera de ser el último que decida vaciar su interior aprovechando tu mismo ruido. Poco importará si coincidiendo en el ascensor de bajada  ambos calláis el hecho de haber sido testigos acústicos de todos los ruidos que la noche dejó volar. Miraréis la botonera como si en ella se depositaran los pensamientos y las risas calladas concluirán con el “buenos días” que educadamente pondrá fin a tan largos espacios de tiempos compartidos a través de las livianas paredes. 

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