Adiós,
Arturo
Una vez
más, La Cubana, en acción. Y nunca mejor dicho cuando te ves inmerso en un preámbulo
enloquecido que más parecería una fiesta a la que te has invitado. Una especie
de guateque desmadrado ante las exequias del difunto Arturo. Un hombre con
amplia experiencia en todos los aspectos de su vida al que rendir homenaje festivo
desde los cinco continentes y los innumerables contenidos que vistieron su
existencia. Saltas de una presencia a otra como si de una marioneta caprichosa
fueras sujetada por los hilos de una dirección escénica brutal. De modo que
entre risas y sorpresas, allá que te das un respiro, compruebas que has
cubierto una primera hora en un plis plas. Por un momento crees que ha
concluido y te sorprende que así sea. No, no lo es. Y en la continuación, el
segundo acto se enrevesa de tal modo que crees estar en otro argumento. Aquí,
la quietud que te negaron en los comienzos te es legada de sopetón. Miras a tu
alrededor por si la apreciación es demasiado personal y compruebas que no. Más
de uno cambiando de postura sobre el asiento corrobora tu apreciación. Es como si
dos autores antagónicos hubiesen diseñado la obra y hubieran sorteado el turno de
aparición. Cierto desánimo acude a ti y es inevitable el recuerdo de aquellas
campanadas de boda de hace tres años. Sí, vale, puede que te haya pillado en
mal momento; puede que no estés en la mejor disposición; puede que el viernes
vespertino se haya vuelto demasiado exigente. Y en eso estás cuando de nuevo,
como si de una nueva erupción se tratase, el ritmo regresa y con él la
coherencia del texto escenificado. Paradójicamente el adiós se convierte en
bienvenida y vuelves a disfrutar de la grandeza de la comedia. Todo vuelve a
tener sentido en el sinsentido propio del disparate. Sonríes de nuevo, aplaudes
y tientas la posibilidad de recomendar una revisión del libreto. Quizá algunas
páginas sobren y con ellas fuera la obra resulte redonda. Sea como sea, tú,
callado espectador, no dejas de ser un mero crítico que has vuelto a apostar
por la compañía que siempre tiene a gala hacerte disfrutar. Un lapsus lo tiene
cualquiera y tampoco se van al garete los méritos de los comediantes por tu
simple opinión. Así que, lo mejor será vestirse de colorido luto y pasarse por
el tanatorio festivalero donde un centenario Arturo espera nuestro último
adiós. Quién sabe si nos han hecho herederos de su fortuna y el notario nos
urge la firma de aceptación.
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