La cartelera
Sí,
efectivamente, la cartelera, la infatigable cartelera, viene a ocupar su puesto
en este recopilatorio de lecturas y el hueco se le hace. No dejaba de ser un apéndice
escrito de las opiniones de aquellos críticos cinéfilos o teatrales que te
anticipaban el acierto o no de la asistencia a tal o cual espectáculo.
Publicación de culto sin la cual era impensable adjudicarte el más mínimo
galardón como entendido. Su publicación semanal venía acompañada por la aparición
en las pantallas de aquellos estrenos más o menos apetecibles. Era el preludio
a la asistencia de la modernidad que nos atribuía y el incesante ojeo de las páginas
te sumía en la incertidumbre. Lo normal era que algún entendido que no entendía
en absoluto se erigiese como magno sabedor de las virtudes de tal o cual film y
las borreguiles aquiescencias le siguieran en su apreciación. Si la escala de
puntuaciones fluía entre el cero rotundo y el cinco exquisito nada resultaba más
urgente que dirigir tu mirada a la puntuación obtenida para hacerte una idea. Los
comentarios añadidos no dejaban indiferentes a nadie y con el tiempo empezabas
a entender que seguías sin entender. El espectáculo no te añadiría como sabedor
por más colecciones de carteleras que acumulases al tiempo que menguaban tus
estantes. El bodrio subtitulado, de origen balcánico, en blanco y negro y en
ocho milímetros no estaba pensado para que tú, pobre infeliz, supieses
apreciarlo como la joya que era. De modo que a la salida del tormento,
cariacontecido, huías la mirada de aquel que aplaudía con los párpados
semejante engendro. Habías invertido tiempo en las colas, dinero en las
entradas, esperanzas en la clemencia del crítico y nada. Otra decepción. Con un
poco de suerte, al tintineo de las cañas se te pasaba el disgusto. Puede que en
uno de los múltiples viajes al baño alguien como tú te preguntase casi en
secreto y comprobases que no eras el único. Allá, en la esquina de la tasca,
tapando el poster que anunciaba absentas, él, seguía ufanamente defendiendo sus
criterios. Una vez concluida la tarde, abrazabas los adioses y en el último
quiosco abierto adquirías otro ejemplar de cartelera. Más cercano, más común,
menos exquisito, más ecuánime. Esa noche comparabas calificaciones entre ambas
y la disparidad se hacía más evidente. En el fondo, un regusto a certeza te
invitaba a dormir. Habías acertado en tus apreciaciones y solo fue necesario
abrir otra portada para comprobarlo fehacientemente. Puede que en otro rincón
de la ciudad alguien empezase a cuestionarse seriamente si había entendido algo
o lo suyo era simplemente postureo intelectual. Quizá a las primeras caladas de
la pipa comprobase sobre las volutas de la habitación el rótulo que lo
calificaba de imbécil.
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