martes, 29 de mayo de 2018


Resonancia



Una vez, solamente, una vez estuve a punto de someterme a ella. Todo transcurrió a la velocidad en la que la reflexión sobre la necesidad o no de llevarla a cabo  no es bienvenida y casi traspasando el aro fronterizo se me hizo de noche en el doble sentido de la expresión. Algo superior a mí me indicó que pasaría a ser el cadáver viviente sometido a todo tipo de artimañas dese el puesto de mando. Mi mano aferraba como si de ello dependiera la vida al mando chivato que me fue adherido y del cual dependía mi paso adelante o mi vuelta atrás. A mi popa, un escaso pijama, escasamente tapaba mi columna y el frío mortal se adosó a las vértebras. La rigidez viajaba pareja con el halo de aliento que rebotaba a escasos centímetros como si de una prueba de vida se tratase. Estaba vivo, supuse. Y en ese instante en el que el desplazamiento semejaba el de un féretro hacia el horno crematorio, la sudoración  vino a sacarme de mis casillas. Pulsé cientos de veces el botón como  si de un poseso abducido por los videojuegos Atari se tratase y al instante llegó la patrulla de rescate. No, no era posible superar la claustrofobia que aquel armazón propiciaba. Llegué a sentirme Woody Allen en “El dormilón” y ante la no seguridad de ser resucitado años después pequé de incrédulo. Como un avatar sin rabo azul, como el hombre bala del peor de los circos, como un embutido temeroso, me sentí. Una vez medio vestido pedí ciertos recortes en cilindro y alguien comentó que todavía estaban en fase de experimentación. Una pena. Todo mi valor puesto en duda por culpa del recuerdo aquel con el que nos amenizaron durante las sobremesas nocturnas de los fríos inviernos al calor de la estufa y olor de las castañas. Alguien dijo que alguien abrió el féretro de alguien y se encontró el cadáver del último alguien boca abajo. El terciopelo raído en un acto desesperado de apertura dejaba la rúbrica de la precipitación en el sepelio. Lo malo de todo esto es que no suelo llevar las uñas largas y el tubo de marras no está forrado de semejante tela. Así que, mientras no sea imprescindible, nada de resonancias. Y si llegase lo irremediable, por dios, que alguien tenga a bien colocar un cristal que me permita ver lo que hay al otro lado. Todos los que han vuelto aseguran que es una luz cegadora que transmite paz. Con un poco de suerte, el cambio de turno no se habrá producido y alguien atestiguará que sigo vivo.

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