Resonancia
Una vez,
solamente, una vez estuve a punto de someterme a ella. Todo transcurrió a la
velocidad en la que la reflexión sobre la necesidad o no de llevarla a cabo no es bienvenida y casi traspasando el aro fronterizo
se me hizo de noche en el doble sentido de la expresión. Algo superior a mí me
indicó que pasaría a ser el cadáver viviente sometido a todo tipo de artimañas dese
el puesto de mando. Mi mano aferraba como si de ello dependiera la vida al
mando chivato que me fue adherido y del cual dependía mi paso adelante o mi
vuelta atrás. A mi popa, un escaso pijama, escasamente tapaba mi columna y el
frío mortal se adosó a las vértebras. La rigidez viajaba pareja con el halo de aliento
que rebotaba a escasos centímetros como si de una prueba de vida se tratase.
Estaba vivo, supuse. Y en ese instante en el que el desplazamiento semejaba el
de un féretro hacia el horno crematorio, la sudoración vino a sacarme de mis casillas. Pulsé cientos
de veces el botón como si de un poseso abducido
por los videojuegos Atari se tratase y al instante llegó la patrulla de
rescate. No, no era posible superar la claustrofobia que aquel armazón
propiciaba. Llegué a sentirme Woody Allen en “El dormilón” y ante la no
seguridad de ser resucitado años después pequé de incrédulo. Como un avatar sin
rabo azul, como el hombre bala del peor de los circos, como un embutido
temeroso, me sentí. Una vez medio vestido pedí ciertos recortes en cilindro y
alguien comentó que todavía estaban en fase de experimentación. Una pena. Todo
mi valor puesto en duda por culpa del recuerdo aquel con el que nos amenizaron
durante las sobremesas nocturnas de los fríos inviernos al calor de la estufa y
olor de las castañas. Alguien dijo que alguien abrió el féretro de alguien y se
encontró el cadáver del último alguien boca abajo. El terciopelo raído en un
acto desesperado de apertura dejaba la rúbrica de la precipitación en el
sepelio. Lo malo de todo esto es que no suelo llevar las uñas largas y el tubo
de marras no está forrado de semejante tela. Así que, mientras no sea
imprescindible, nada de resonancias. Y si llegase lo irremediable, por dios,
que alguien tenga a bien colocar un cristal que me permita ver lo que hay al
otro lado. Todos los que han vuelto aseguran que es una luz cegadora que
transmite paz. Con un poco de suerte, el cambio de turno no se habrá producido
y alguien atestiguará que sigo vivo.
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