lunes, 11 de junio de 2018


Aquella inolvidable boda



Recién estrenados los ochenta se pusieron en vigor, cobraron rango legal, se empezaron a ver como normales, las bodas civiles. Para no dar señales de alarmas a la sociedad cambiante de aquellos años, se celebraban los viernes por la mañana a esa hora que ni es de café ni de almuerzo; esa hora que no perturbaba la llegada del fin de semana y que poco a poco empezó a ser reconocida como festiva por aquellos que unían sus destinos bajo el amparo legal. Recuerdo que recibimos una invitación de lo más variopinta. Un cómic creado por los novios en cuyas letras se apreciaba el previsible futuro. Nos invitaban al acto, que sería breve, y nos animaban al festival vespertino en un chalet de La Cañada, que se aventuraba más intenso. A modo de advertencia nos conminaban a llevar cada cual “lo que más le apeteciese” para montar lo que a todas luces nacía como fiestón. De modo que tras los parabienes y la cervecita preceptiva nos dijimos adiós hasta la caída del sol. Llenamos el maletero del seiscientos con las vituallas menos recomendables, las más apetecibles, y a eso de las ocho, emprendimos ruta. A modo de guiño cómplice, el coche decidió fundir su faro izquierdo y guiados por la intuición, orientados por la música, llegamos. Allí, entre pinos y mesas de camping, se diseminaba todo tipo de personaje. Sobre los tablones se confundían los frutos secos con los efluvios que algún Zippo prendía a mayor gloria de los presentes. Paco, el exnovio y recién marido, tocaba el bajo con su grupo que era el encargado de amenizar la fiesta. Amparo, la exnovia y recién esposa, se afanaba en que nadie se sintiese incómodo y que el hielo perdurase el tiempo suficiente. Trabamos conversación filosófica festiva con todo tipo de invitados que, camuflados sobre indumentarias mil, fueron aportando razones a favor y en contra del matrimonio. No, no es que les pareciese mal lo presenciado a media mañana; simplemente les parecía innecesario dar fe de una unión por muy legislada que estuviera. Creo que las procesionarias de los pinos cercanos no se atrevieron a asomarse a aquella rave. Quizá  sopesaron el nivel que a ras de suelo se extendía y decidieron juiciosamente exiliarse a otros chalets. Por un momento surgieron las apuestas calladas sobre la durabilidad de aquella unión. Entre risas y bromas, entre brindis y volutas, fueron llegando las luces del sábado. El tintineo de los cristales se fue confundiendo con el runrún de la pinocha que alfombraba nuestras pisadas y poco a poco desfilamos en un adiós gratificante. De regreso, como por arte de magia, el foco apagado decidió alumbrar de nuevo. Quiero pensar que por sí mismo llegó a la conclusión premonitoria que hoy en día aún podemos comprobar. Cada vez que nos volvemos a cruzar, volvemos a sonreír, aunque no sea viernes a mediodía. No sé por qué hoy me he despertado con ese vivo recuerdo de lo acaecido hace más de treinta años. Ahora que lo pienso, ya sé el motivo, y aunque sea lunes, poco importa. Llegada la hora volveré a brindar y el amor rubricará a dúo la evidencia.  

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