Aquella
inolvidable boda
Recién
estrenados los ochenta se pusieron en vigor, cobraron rango legal, se empezaron
a ver como normales, las bodas civiles. Para no dar señales de alarmas a la
sociedad cambiante de aquellos años, se celebraban los viernes por la mañana a
esa hora que ni es de café ni de almuerzo; esa hora que no perturbaba la
llegada del fin de semana y que poco a poco empezó a ser reconocida como
festiva por aquellos que unían sus destinos bajo el amparo legal. Recuerdo que
recibimos una invitación de lo más variopinta. Un cómic creado por los novios
en cuyas letras se apreciaba el previsible futuro. Nos invitaban al acto, que
sería breve, y nos animaban al festival vespertino en un chalet de La Cañada, que
se aventuraba más intenso. A modo de advertencia nos conminaban a llevar cada
cual “lo que más le apeteciese” para montar lo que a todas luces nacía como
fiestón. De modo que tras los parabienes y la cervecita preceptiva nos dijimos
adiós hasta la caída del sol. Llenamos el maletero del seiscientos con las vituallas
menos recomendables, las más apetecibles, y a eso de las ocho, emprendimos
ruta. A modo de guiño cómplice, el coche decidió fundir su faro izquierdo y guiados
por la intuición, orientados por la música, llegamos. Allí, entre pinos y mesas
de camping, se diseminaba todo tipo de personaje. Sobre los tablones se
confundían los frutos secos con los efluvios que algún Zippo prendía a mayor
gloria de los presentes. Paco, el exnovio y recién marido, tocaba el bajo con
su grupo que era el encargado de amenizar la fiesta. Amparo, la exnovia y
recién esposa, se afanaba en que nadie se sintiese incómodo y que el hielo
perdurase el tiempo suficiente. Trabamos conversación filosófica festiva con
todo tipo de invitados que, camuflados sobre indumentarias mil, fueron
aportando razones a favor y en contra del matrimonio. No, no es que les
pareciese mal lo presenciado a media mañana; simplemente les parecía innecesario
dar fe de una unión por muy legislada que estuviera. Creo que las
procesionarias de los pinos cercanos no se atrevieron a asomarse a aquella rave.
Quizá sopesaron el nivel que a ras de
suelo se extendía y decidieron juiciosamente exiliarse a otros chalets. Por un
momento surgieron las apuestas calladas sobre la durabilidad de aquella unión.
Entre risas y bromas, entre brindis y volutas, fueron llegando las luces del
sábado. El tintineo de los cristales se fue confundiendo con el runrún de la
pinocha que alfombraba nuestras pisadas y poco a poco desfilamos en un adiós gratificante.
De regreso, como por arte de magia, el foco apagado decidió alumbrar de nuevo.
Quiero pensar que por sí mismo llegó a la conclusión premonitoria que hoy en
día aún podemos comprobar. Cada vez que nos volvemos a cruzar, volvemos a
sonreír, aunque no sea viernes a mediodía. No sé por qué hoy me he despertado
con ese vivo recuerdo de lo acaecido hace más de treinta años. Ahora que lo
pienso, ya sé el motivo, y aunque sea lunes, poco importa. Llegada la hora
volveré a brindar y el amor rubricará a dúo la evidencia.
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