viernes, 1 de junio de 2018


Adiós, señor Rajoy

Quisiera verse o no, era la crónica de un adiós previsible y quién sabe si definitivo. Demasiado tiempo viendo caer a su alrededor manzanas podridas de un manzano en descomposición fueron alfombrando el césped que pasó de azul gaviotado a negro guillotinado. Se veía venir. Y con toda esta visión de futuro inmediato lo que más cuesta entender es que nadie entre la multitud de asesores tuviera la valentía, el arrojo, o las pelotas de advertirle de la hecatombe que se les venía encima. Dejaron pasar el tiempo como si de un reloj de arena humedecida y lenta en su descenso se tratase. Se dedicaron a escatimar el tiempo, que sin duda se aceleraba, a la espera del cementerio surgido de las  guerras de guerrillas que en otras trincheras parlamentarias se llevaban a cabo. Veían pasar cadáveres vivientes con restos de sangre propiciados por sus mismos acólitos y de ello hacían bandera. Ya se cansarán, parecían repetir en la interminable y aburrida letanía de este rosario de misterios dolorosos que vieron como gozosos. La soberbia les pudo. Les pudo y puede que aún les siga instigando a sopesar cuánto tiempo necesitarán para regresar. Saben que su no mayoría es más abundante que la otra minoría que les ha desbancado y esperarán impacientes a ver qué rumbo toma la decisión popular en una nueva cita con las urnas. Mientras tanto, a la vista está, las esposas que les han atado las manos, apretarán las muñecas de quienes se mostraron incapaces de cortar por lo sano, presentar su dimisión, y quién sabe si volver a postularse como adalides depuradores. No lo hizo quien debió hacerlo y su táctica estoica mal entendida le pasa factura. Demasiados silencios, demasiado pudor putrefacto, demasiada basura bajo las alfombras. Ahora no les queda otra, si es que quieren resucitar dentro de un tiempo, que registrar convenientemente los rincones de sus propiedades y dar fe notarial de cambio radical. Se llevan consigo la peor de las medallas que se pueden conseguir en una competición. Quien gana el oro, presume; quien consigue el bronce, sabe que su último asalto se vistió de victoria; quien alcanza la plata, es aquel que rumiará de por vida el amargo sabor de la derrota en el último envite. Nadie puede mirar de frente exigiendo aquello que es incapaz de ondear por extraño que le pueda resultar. El desierto se ofrece a una peregrinación dolorosa y lenta. Será cuestión de fijarse bien en el vuelo de las aves, el ladrido de los perros, las huellas de los camellos, e intentar vislumbrar el oasis que tanta falta hace para calmar las sedes que resecaron tantas gargantas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario