Adiós,
señor Rajoy
Quisiera
verse o no, era la crónica de un adiós previsible y quién sabe si definitivo.
Demasiado tiempo viendo caer a su alrededor manzanas podridas de un manzano en
descomposición fueron alfombrando el césped que pasó de azul gaviotado a negro
guillotinado. Se veía venir. Y con toda esta visión de futuro inmediato lo que
más cuesta entender es que nadie entre la multitud de asesores tuviera la
valentía, el arrojo, o las pelotas de advertirle de la hecatombe que se les
venía encima. Dejaron pasar el tiempo como si de un reloj de arena humedecida y
lenta en su descenso se tratase. Se dedicaron a escatimar el tiempo, que sin
duda se aceleraba, a la espera del cementerio surgido de las guerras de guerrillas que en otras trincheras
parlamentarias se llevaban a cabo. Veían pasar cadáveres vivientes con restos
de sangre propiciados por sus mismos acólitos y de ello hacían bandera. Ya se
cansarán, parecían repetir en la interminable y aburrida letanía de este
rosario de misterios dolorosos que vieron como gozosos. La soberbia les pudo.
Les pudo y puede que aún les siga instigando a sopesar cuánto tiempo
necesitarán para regresar. Saben que su no mayoría es más abundante que la otra
minoría que les ha desbancado y esperarán impacientes a ver qué rumbo toma la
decisión popular en una nueva cita con las urnas. Mientras tanto, a la vista
está, las esposas que les han atado las manos, apretarán las muñecas de quienes
se mostraron incapaces de cortar por lo sano, presentar su dimisión, y quién
sabe si volver a postularse como adalides depuradores. No lo hizo quien debió
hacerlo y su táctica estoica mal entendida le pasa factura. Demasiados
silencios, demasiado pudor putrefacto, demasiada basura bajo las alfombras.
Ahora no les queda otra, si es que quieren resucitar dentro de un tiempo, que
registrar convenientemente los rincones de sus propiedades y dar fe notarial de
cambio radical. Se llevan consigo la peor de las medallas que se pueden conseguir
en una competición. Quien gana el oro, presume; quien consigue el bronce, sabe
que su último asalto se vistió de victoria; quien alcanza la plata, es aquel
que rumiará de por vida el amargo sabor de la derrota en el último envite. Nadie
puede mirar de frente exigiendo aquello que es incapaz de ondear por extraño
que le pueda resultar. El desierto se ofrece a una peregrinación dolorosa y
lenta. Será cuestión de fijarse bien en el vuelo de las aves, el ladrido de los
perros, las huellas de los camellos, e intentar vislumbrar el oasis que tanta
falta hace para calmar las sedes que resecaron tantas gargantas.
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