domingo, 29 de mayo de 2016


    Cámera café

La mayoría de las veces en las que se presenta la ocasión de hablar sobre algo, ese algo aparece de modo espontáneo como sin avisar, atropellando a los motivos que aguardaban turno. De ahí que intentes ponerlos en lista de espera ante una inminente salida procurando que no se agolpen y a veces lo consigues. De hecho, hoy pensaba hablar sobre un motivo que no recuerdo y nada más mirar al noreste de mi frontal, el motivo ha salido en forma de cafetera. Una cafetera que parece sacada del casting de  “Cámera  café” que recibe el goteo incesante de quienes nos encomendamos a ella como despertadora  a lo largo de la jornada. Luce, la muy sibilina, cinco estantes sobre los que alternan las diferentes sustancias azucaradas y los palitos de plástico a la espera de su sacrificio aleatorio sin perdón alguno. A la derecha, una especie de surtidor que ya quisiera para sí la mejor de las réplicas de estanque chinesco plagado de ciprinos, luce una palanca que servirá de prensa al liofilizado medallón que reposa sobre un serpentín acerado. Tiene por ventura no devolver monedas y precisar de una ingesta continua de agua para no convertirse en un depósito de oasis de Atacama. Y con todo esto, siendo preciso seguir las instrucciones como si de un submarino nuclear bajo tu mando se tratase, lo magnífico viene a continuación. Si has acertado en la elección trilera del sabor esperado, sobre la repisa caerá y te permitirá llevarlo en andas hasta el émbolo prensor. Con cierta parsimonia dejarás caer toda la fuerza del pistón para conseguir que el paso del agua acabe trayéndote el café esperado. Nada que no se sepa hasta ahora, que no hayas visto realizar, que no seas capaz de hacer autónomamente. Y entonces es cuando llega el momento supremo de la degustación. Aquí es cuando la imagen del seductor de películas que prestó su imagen  te sigue sonriendo desde su dentadura perfecta y te incita a sentirte como él. Es en ese instante cuando toda una corriente de ígnea mixtura desciende hasta tu esófago y tú, incauto creyente, empiezas a echar de menos el auténtico sabor de aquel café recién molido. De nada servirá que adereces este ungüento con la cápsula láctea que alguien consideró necesaria dejar sobre el flanco de estribor para evitar naufragios mayores. Si los polvos diluidos no sabían a café por sí mismos, el añadido no va a convertirlo en lo que no es.  De cualquier modo, mientras la hucha interior del artefacto se queda con el cambio, tú volverás a recordar aquellas mañanas en las que el humeante aroma llegaba desde la cocina y pensarás que eres uno más de los que han sido convertidos a la fe de lo inmediato bajo la penitencia de la estupidez. Bueno ya acabé; voy a ver si llevo monedas y me tomo uno que me está entrando sueño; ¿alguien quiere?



Jesús(defrijan)    

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