Los gemelos
Quienes no estamos acostumbrados a vestir de etiqueta no dejamos de sentirnos
extraños cuando la ocasión la requiere. Y entre esas ocasiones, sin duda
alguna, las bodas se llevan la palma. Al menos de un tiempo a esta parte se han
convertido en un escaparate en el que
lucir prendas, peinados, tocados y lustre a propósito de quedar como un
pincel. Si el grado de parentesco es próximo, entonces el listón aumenta su
nivel y es cuando empiezas a elucubrar sobre cómo será el atuendo de los
invitados de la otra parte. No es plan de quedar mal o de dejar en mal lugar a
tu sangre. De modo que la busca y captura del uniforme en cuestión se abre como
veda de caza, solo que en esta ocasión, el cazado serás tú. Ese apolíneo que no
eres ha de entrar en un traje o mejor,
en un chaqué, sí o sí o también. Y ahí es donde la genética se reivindica
intentando hacerte entrar en razón por más empeño que pongan los demás en que
es lo correcto, lo adecuado, lo cortés, lo exigible. De nada servirá echar de
menos aquellas celebraciones a las que asistías en bermudas porque no estás en
la lista de invitados infantiles y debes comportarte como adulto. Así que, con
cierta resignación, caes en manos de aquel que es experto en vestir a quien no
está acostumbrado a hacerlo, de gala. Empieza a escanearte con los ojos y en un
plis plas adivina la talla que te corresponde. Te coloca el pantalón a rayas,
te sujeta con unos tirantes, te adosa la chaqueta de pingüino y coloca los
diferentes acolchados en tus defectos para que no se noten. El caso es que te
das la vuelta y apenas te reconoces. Acabas pareciendo don Hilarión camino de
la verbena de La Paloma y das por bueno el
esfuerzo del ayudante de cámara
provisional. Casi todo el equipamiento
está cubierto, a falta de la corbata. Y ahí
no hay discusión posible. Ha de hacer juego con los gemelos que
compraste un día al azar, y que lucen el busto de Bart Simpson. Un
amarillo chillón que empezarán creyendo irónico y terminarán por ver como
cierto. Nada superará a la mirada de asombro o a la risa contenida de quien en
mitad de la ceremonia nupcial deje de
prestar atención a las lecturas y clave sus ojos en el soleado brillo de tus
puños. Poco importará que el chaqué te siga cubriendo como un tribuno si desde
las muñecas el guiño del travieso cruza la nave de la iglesia. Puede que al
paso de las horas, cuando el festejo esté en pleno apogeo, más de uno se
acerque a ti y te diga que le encantan tus gemelos, pero que no se atrevería a llevarlos.
Entonces lo mirarás sonriendo y callarás el “tú te lo pierdes” para no incidir
más en la llaga de lo correcto que en tantas ocasiones mandaríamos a donde se
merece. Por cierto, si alguien se atreve, que me los pida y se los presto.
Jesús(defrijan)
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