Brochetas, ahumados y demás especímenes
Ya llegó, ya está aquí. El verano, puntual a su cita, ha hecho su
aparición. Y con él ha legado el ritual
sempiterno de la búsqueda tornasolada de la epidermis. Aquellos tiempos
de Nivea quedaron atrás y hoy el hueco lo disputan las mil y unas cremas
protectoras, sobreprotectoras, ultraprotectoras, megaprotectoras. Es evidente
que el sol, conforme se nos ha ido envejeciendo, sigue demostrado estar en
plena forma y su labor la ejecutará como de costumbre, incluso, algo más
intensa que de costumbre. De modo que los perfumes a coco de aquellas cremas, delatores de apetencias cutáneomulatas,
ahora muestran una asepsia temerosa, una vergüenza a hacerse notar, como si
dejasen de lado su labor estética y se decantasen por la vertiente
médicopreventiva. Es obvio que la inconsciencia paga su precio a la hora de
ignorar los daños que puede ocasionar una prolongada exposición. Es palpable el
aumento de radiaciones que señala como peligrosa una actividad lúdica y estivalera.
Es loable el trabajo que las autoridades realizan a la hora de avisarnos para
evitarnos disgustos irremediables. Pero con todo ello, el acto supremo de
convertirnos en brochetas rebozadas de arena, se ha descafeinado, ya no sabe
igual, ha perdido la frescura. Ni siquiera sobrevuelan las playas aquellas
avionetas que lanzaban balones de plástico ignorando la batalla que
desencadenaban entre los bañistas ávidos de capturarlos. Un krill atractivo
hacia los cetáceos humanos que abandonábamos sombrilla, esterilla, sillas, en
pos de la captura. Eso sí, el ungüento recién esparcido por la piel seguía
intacto, sin intención alguna de absorberse y poco importaba. Al atardecer, en los
sucesivos atardeceres de los días siguientes, tu piel se mostraba más propia de
caparazón de gamba de Denia a la plancha, y era cuestión de esperar. Era el
momento de echar mano del aliño acéticooleagionoso con el que paliar la
descamación segura que estaba al caer. Con un poco de suerte, las ampollas se
olvidaban de ti, y podrías pasar de puntillas ante su ignorancia. De modo que
la bolsa de playa apenas reservaba un hueco a la susodicha crema. Todo lo demás
pertenecía al kit de subsistencia carpántica. El único consuelo te llegaba al comprobar cómo
no eras el único que lucías semejante torrefacción. Se calculaba el tiempo de
veraneo en base al aspecto bereber que tenías y con ello la justificación playera
quedaba de manifiesto. Llegado el tiempo de regreso, las lociones sabían que
les quedaba un periodo de once meses de descanso. Y lo mejor de todo es que
nadie repararía, pasado ese periodo, en su caducidad. Formaban parte de la
familia y no era cuestión de dejarlas de lado por unas fechas impresas en la
base de aquel cilindro. A no tardar llegaría de nuevo el verano, el momento de
la arena, la sombrilla, el cesto de mimbre, las chanclas de dedo, el sombrero
de paja. Y cómo no, la añorada crema que esperaba su turno para recordarnos una
vez más que era sofocadora de poros candentes, el óleo pincelador, la testigo de
una forma de entender el significado del paso del tiempo.
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