lunes, 26 de junio de 2017


Brochetas, ahumados y demás especímenes



Ya llegó, ya está aquí. El verano, puntual a su cita, ha hecho su aparición. Y con él ha legado el ritual  sempiterno de la búsqueda tornasolada de la epidermis. Aquellos tiempos de Nivea quedaron atrás y hoy el hueco lo disputan las mil y unas cremas protectoras, sobreprotectoras, ultraprotectoras, megaprotectoras. Es evidente que el sol, conforme se nos ha ido envejeciendo, sigue demostrado estar en plena forma y su labor la ejecutará como de costumbre, incluso, algo más intensa que de costumbre. De modo que los perfumes a coco  de aquellas cremas, delatores de apetencias cutáneomulatas, ahora muestran una asepsia temerosa, una vergüenza a hacerse notar, como si dejasen de lado su labor estética y se decantasen por la vertiente médicopreventiva. Es obvio que la inconsciencia paga su precio a la hora de ignorar los daños que puede ocasionar una prolongada exposición. Es palpable el aumento de radiaciones que señala como peligrosa una actividad lúdica y estivalera. Es loable el trabajo que las autoridades realizan a la hora de avisarnos para evitarnos disgustos irremediables. Pero con todo ello, el acto supremo de convertirnos en brochetas rebozadas de arena, se ha descafeinado, ya no sabe igual, ha perdido la frescura. Ni siquiera sobrevuelan las playas aquellas avionetas que lanzaban balones de plástico ignorando la batalla que desencadenaban entre los bañistas ávidos de capturarlos. Un krill atractivo hacia los cetáceos humanos que abandonábamos sombrilla, esterilla, sillas, en pos de la captura. Eso sí, el ungüento recién esparcido por la piel seguía intacto, sin intención alguna de absorberse  y poco importaba. Al atardecer, en los sucesivos atardeceres de los días siguientes, tu piel se mostraba más propia de caparazón de gamba de Denia a la plancha, y era cuestión de esperar. Era el momento de echar mano del aliño acéticooleagionoso con el que paliar la descamación segura que estaba al caer. Con un poco de suerte, las ampollas se olvidaban de ti, y podrías pasar de puntillas ante su ignorancia. De modo que la bolsa de playa apenas reservaba un hueco a la susodicha crema. Todo lo demás pertenecía al kit de subsistencia carpántica.  El único consuelo te llegaba al comprobar cómo no eras el único que lucías semejante torrefacción. Se calculaba el tiempo de veraneo en base al aspecto bereber que tenías y con ello la justificación playera quedaba de manifiesto. Llegado el tiempo de regreso, las lociones sabían que les quedaba un periodo de once meses de descanso. Y lo mejor de todo es que nadie repararía, pasado ese periodo, en su caducidad. Formaban parte de la familia y no era cuestión de dejarlas de lado por unas fechas impresas en la base de aquel cilindro. A no tardar llegaría de nuevo el verano, el momento de la arena, la sombrilla, el cesto de mimbre, las chanclas de dedo, el sombrero de paja. Y cómo no, la añorada crema que esperaba su turno para recordarnos una vez más que era sofocadora de poros candentes, el óleo pincelador, la testigo de una forma de entender el significado del paso del tiempo.

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