jueves, 29 de junio de 2017

Tal día como hoy


Tal día como hoy empezaba la aventura. Sin encomendarnos ni a  San Pedro ni a San Pablo, de buena mañana, empezábamos a cargar el cuatro ele. Jornadas previas en las que la lista interminable de elementos que nos acompañarían se había ido rellenando, llegaba a su punto álgido, y sobre los laterales del pasillo aguardaban turno para embarcar. De cómo logramos introducirlo todo no daré explicaciones porque no soy capaz de encontrarlas. Pero allí no se dejaba nada al azar. Ocho de la mañana, y cientos de kilómetros a la vista, esperando la velocidad de crucero no superior a los ochenta por hora en ningún caso. Los asientos de escay, ignorantes de lo que les esperaba, frescos como una rosa; el aparato de radio, buscando la emisora de onda media; los botes de conserva, convirtiéndose en percusionistas a cada salto del asfalto. Sobre el salpicadero, el letrero que rogaba paso lento desde las miradas fotográficas en blanco y negro, inmune al paso de los camiones. Y lentamente la playa se nos acercaba. Descendíamos hacia la costa y bordeando Valencia promediábamos unas expectativas cumplidas. De repente, como acechante, la caravana inundándolo todo. El escay buscando su punto de ebullición, el motor pidiendo refrigerante, las botellas de casera convertidas en sopa, y toda la paciencia del mundo adosada a nuestro costado. Las imágenes beatíficas que tras los imanes nos acompañaban a modo de protectoras, preguntándose cuánto quedaba. Lentamente, sobre el horizonte azul enmarcado por naranjos, Gandía. Traspasar el puerto y llegar a la dirección acordada sólo precisaba de un último milagro. Un hueco libre sobre el que dejar descansar por un mes al infatigable vehículo que tan poco habituado estaba a estos traslados. Con un poco de suerte la sombra le sería propicia y la ausencia de estorninos le garantizaría pulcritud hasta el momento del regreso. Ahora quedaban por delante las mañanas frente al Bayren, los baños diarios desde primeras horas para conseguir un hueco, las tardes en la Ducal, en los cines de verano, en Rompeolas. Y como suma a todo ello el incesante desfile de visitas que aprovechaban la ocasión para convertir aquel apartamento de escasos cincuenta metros cuadrados en el anticipo de piso patera sudoroso que vendrían a ponerse de moda en un futuro que ya conocemos. Veranos en los que vimos pasar el precio del combustible de once a treinta pesetas. Veranos en los que el aire acondicionado ni se conocía ni se echaba a faltar. Veranos en los que comprobar cómo el milagro de no perecer ahogado se ponía de manifiesto a cada momento. Veranos que empezaban un día como hoy en los que el “camino a Damasco” abría el paso hacia la costa. Hace un instante he vuelto a transitar por la misma salida de hace años. El atasco sigue presente pero me temo que el destino no será tan placentero como el que aquellos ocupantes del cuatro ele azul cielo tuvimos recién estrenada la década de los setenta.

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