Los cortes de pelo
Cada etapa impone el suyo y en cada cabeza se intuye la edad de quien lo
luce. De modo que mientras el cuero cabelludo decide seguir siendo frondoso el
resto del cuerpo que lo sustenta admite la posibilidad de seguirle el juego o
no. Atrás quedan las pautas de la herencia si de lo que se trata es de lucir
fina estampa y concordancia con todo tu ser. De incipientes calvicies que
anticipaban ancianidades hemos pasado a rasurados melones que aportan un plus
de adolescencia impensable hace años. Greñas que se empeñaban en tapar despejados espacios a base de lacas
fijadoras, fueron olvidadas, repudiadas. Se trata de darle un nuevo toque al
frontal, temporal y occipital para rendir pleitesía a la imagen. Aquellos que
hace años empezamos a sentir los efectos desérticos de la otrora taiga perdimos
el duelo y nos dejamos de complacencias. No hay remedio y ante lo inevitable
solo cabe la aceptación o el disimulo. Y aquellos que solamente sufren el
cambio de tonalidades pueden presumir a gusto de las innumerables opciones que
se le presentan. Que si un tinte por aquí, que si un bucle por allá, que si las
orejas cubiertas, que si las patillas subidas, que si los cogotes desnudos.
Todo irá en pos del deseo cumplido y con ello la satisfacción del ego. Tirabuzones,
alisamientos, encrespamientos, se irán sucediendo a lo largo de la etapas y las
tijeras mostrarán su oficio a la más mínima insinuación. Sigue presente aquella
imagen del corte a navaja que propició la llegada de los setenta y la presencia
a voluntad de la brillantina que aportaba el apelmazamiento. De hecho, por
algún cajón, olvidados, deben estar aquellos peines a los que se les introducía
una par de cuchillas de afeitar como preludio del ánimo fígaro personal. A
veces pienso que el exceso de las fe en las posibilidades de ser lo que no era
dieron paso a las planicies que ahora me cubren. Por eso no puedo dejar de
envidiar a las claras a quienes son capaces de dominar con ayuda o sin ella a
esas masas foliculares y someterlas a su decisión. Supongo que ahí radica el principio
del consuelo que asegura en el barbado el árnica de su calvicie. Sea como
fuere, tal y como aseguran las estadísticas, pasados cien años, todos estaremos
en igualdad. Disfrutemos hasta entonces y que cada cual se corte el pelo como más le guste; siempre será
mejor que dejárselo tomar como tan a menudo sucede sin que seamos capaces de ponerle
remedio. Ah, y si acaso volviesen a preguntarme aquello de “¿cómo quiere que se
lo corte?”, les diré que no creo en los milagros, que proceda como buenamente
pueda y que no es obligatorio darme palique.
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