miércoles, 28 de junio de 2017


Los cortes de pelo



Cada etapa impone el suyo y en cada cabeza se intuye la edad de quien lo luce. De modo que mientras el cuero cabelludo decide seguir siendo frondoso el resto del cuerpo que lo sustenta admite la posibilidad de seguirle el juego o no. Atrás quedan las pautas de la herencia si de lo que se trata es de lucir fina estampa y concordancia con todo tu ser. De incipientes calvicies que anticipaban ancianidades hemos pasado a rasurados melones que aportan un plus de adolescencia impensable hace años. Greñas que se empeñaban  en tapar despejados espacios a base de lacas fijadoras, fueron olvidadas, repudiadas. Se trata de darle un nuevo toque al frontal, temporal y occipital para rendir pleitesía a la imagen. Aquellos que hace años empezamos a sentir los efectos desérticos de la otrora taiga perdimos el duelo y nos dejamos de complacencias. No hay remedio y ante lo inevitable solo cabe la aceptación o el disimulo. Y aquellos que solamente sufren el cambio de tonalidades pueden presumir a gusto de las innumerables opciones que se le presentan. Que si un tinte por aquí, que si un bucle por allá, que si las orejas cubiertas, que si las patillas subidas, que si los cogotes desnudos. Todo irá en pos del deseo cumplido y con ello la satisfacción del ego. Tirabuzones, alisamientos, encrespamientos, se irán sucediendo a lo largo de la etapas y las tijeras mostrarán su oficio a la más mínima insinuación. Sigue presente aquella imagen del corte a navaja que propició la llegada de los setenta y la presencia a voluntad de la brillantina que aportaba el apelmazamiento. De hecho, por algún cajón, olvidados, deben estar aquellos peines a los que se les introducía una par de cuchillas de afeitar como preludio del ánimo fígaro personal. A veces pienso que el exceso de las fe en las posibilidades de ser lo que no era dieron paso a las planicies que ahora me cubren. Por eso no puedo dejar de envidiar a las claras a quienes son capaces de dominar con ayuda o sin ella a esas masas foliculares y someterlas a su decisión. Supongo que ahí radica el principio del consuelo que asegura en el barbado el árnica de su calvicie. Sea como fuere, tal y como aseguran las estadísticas, pasados cien años, todos estaremos en igualdad. Disfrutemos hasta entonces y que cada cual se  corte el pelo como más le guste; siempre será mejor que dejárselo tomar como tan a menudo sucede sin que seamos capaces de ponerle remedio. Ah, y si acaso volviesen a preguntarme aquello de “¿cómo quiere que se lo corte?”, les diré que no creo en los milagros, que proceda como buenamente pueda y que no es obligatorio darme palique.

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