Mosquitos
A modo de retrato de una clase social se nos
presenta esta novela de William Faulkner. Una clase social que busca entre la
abundancia que posee aquello de lo que carece. Artistas, snobs y ricos que
deciden embarcarse en una travesía a bordo de un velero vestidos por la desgana.
Una insistencia nacida de la soledad que la anfitriona luce por más intentos
que haga por ocultarla les lleva a dejarse llevar. Y allí, a bordo del velero
en cuestión, las carencias de su casta salen a la luz de la reverberación que
el sol de media tarde provoca sobre las aguas. Aguas que en su fondo han
preparado la trampa de unas arenas sobre las que encallar y proporcionar al
ambiente una tara más a la pesada carga que de por sí ya lleva. Del
aburrimiento al hastío que sienten los protagonistas como si de una metáfora
vital se tratase, el lector empieza a trazar los perfiles de cada cual. Aún
sabiendo que la distancia en el tiempo podría inducir a pensar que pertenece al
pasado, esta obra recobra actualidad a nada que sepamos cambiar mínimamente el
atrezo. Discreto encanto de una burguesía que a veces deja de serlo para
flirtear con las carencias ajenas de modo cruel. Es la venganza hacia una
personal existencia que se nos muestra vacía de valores y a la que no saben dar
salida más allá de la satisfacción caprichosa que el momento provoca. Entre
ellos se establece una lucha de dominios en los que los débiles siempre
necesitan del apoyo de los que consideran fuertes aunque no lo sean.
Manipuladores de sentimientos hacia quien no ha sabido ver que el paso del
tiempo le ofreció un aprendizaje del que pasaron de largo. Vidas que cobran
vida desde la aceptación de los otros y caprichos innecesarios que se visten de
púrpuras imprescindibles. Como si de una conciencia colectiva se tratase los
mosquitos aparecen sin estar y de sus saetas se intuyen las comas que la
narración en sí precisa. Pausas de una pausa casual que retoma su ritmo hacia
una despedida encaminada de nuevo a la soledad. Públicas virtudes y privados
pecados que ni siquiera se empeñan en ocultar por considerarse por encima del
bien y del mal. Un encierro a cielo abierto cuyos barrotes lleva cada
protagonista sobre su torso y son incapaces de arrancar. Un mendigo de
enseñanzas que seguirá sintiendo que su momento de aprendizaje sigue abierto
por más que las canas insistan en recordarle que la página pasó. Mirada al
espejo de un estrato social que confunde el oropel con la virtud y que más de
uno podría romper en mil pedazos si tuviera el valor de hacerlo para recobrar
el sentido de una vida vacía. Subid al Nausikaa, emprended como polizones la
travesía propuesta y comprobad con vuestros propios ojos si lo que acabo de
comentar se ajusta a la realidad que Faulkner expone. En caso de aburrimiento
siempre podréis saltar por la borda y dejaros sorprender por el sofocante
abrazo de las ciénagas antes de ahogaros en vuestra propia decepción.
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