martes, 6 de junio de 2017

Mosquitos

A modo de retrato de una clase social se nos presenta esta novela de William Faulkner. Una clase social que busca entre la abundancia que posee aquello de lo que carece. Artistas, snobs y ricos que deciden embarcarse en una travesía a bordo de un velero vestidos por la desgana. Una insistencia nacida de la soledad que la anfitriona luce por más intentos que haga por ocultarla les lleva a dejarse llevar. Y allí, a bordo del velero en cuestión, las carencias de su casta salen a la luz de la reverberación que el sol de media tarde provoca sobre las aguas. Aguas que en su fondo han preparado la trampa de unas arenas sobre las que encallar y proporcionar al ambiente una tara más a la pesada carga que de por sí ya lleva. Del aburrimiento al hastío que sienten los protagonistas como si de una metáfora vital se tratase, el lector empieza a trazar los perfiles de cada cual. Aún sabiendo que la distancia en el tiempo podría inducir a pensar que pertenece al pasado, esta obra recobra actualidad a nada que sepamos cambiar mínimamente el atrezo. Discreto encanto de una burguesía que a veces deja de serlo para flirtear con las carencias ajenas de modo cruel. Es la venganza hacia una personal existencia que se nos muestra vacía de valores y a la que no saben dar salida más allá de la satisfacción caprichosa que el momento provoca. Entre ellos se establece una lucha de dominios en los que los débiles siempre necesitan del apoyo de los que consideran fuertes aunque no lo sean. Manipuladores de sentimientos hacia quien no ha sabido ver que el paso del tiempo le ofreció un aprendizaje del que pasaron de largo. Vidas que cobran vida desde la aceptación de los otros y caprichos innecesarios que se visten de púrpuras imprescindibles. Como si de una conciencia colectiva se tratase los mosquitos aparecen sin estar y de sus saetas se intuyen las comas que la narración en sí precisa. Pausas de una pausa casual que retoma su ritmo hacia una despedida encaminada de nuevo a la soledad. Públicas virtudes y privados pecados que ni siquiera se empeñan en ocultar por considerarse por encima del bien y del mal. Un encierro a cielo abierto cuyos barrotes lleva cada protagonista sobre su torso y son incapaces de arrancar. Un mendigo de enseñanzas que seguirá sintiendo que su momento de aprendizaje sigue abierto por más que las canas insistan en recordarle que la página pasó. Mirada al espejo de un estrato social que confunde el oropel con la virtud y que más de uno podría romper en mil pedazos si tuviera el valor de hacerlo para recobrar el sentido de una vida vacía. Subid al Nausikaa, emprended como polizones la travesía propuesta y comprobad con vuestros propios ojos si lo que acabo de comentar se ajusta a la realidad que Faulkner expone. En caso de aburrimiento siempre podréis saltar por la borda y dejaros sorprender por el sofocante abrazo de las ciénagas antes de ahogaros en vuestra propia decepción.      

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