Si yo fuera presidente
Qué gran programa aquel que nos
trajo Fernando García Tola a la televisión, qué gran programa. En él, a modo de
catarsis pública, las quejas de los ciudadanos cobrarán voz a través de las
ondas televisivas. Y entre canción y canción de unos ácratas nacidos de La
Mandrágora, se daba voz a quienes de normal no la tienen o no tenemos. En dicho
programa se ponía especial énfasis en marcar a fuego los dislates de los
mandamases intentando que la soberbia no les hiciese rehenes y al menos reflexionasen
sobre sus actos. Sotanas, Reales Federaciones o Hemiciclos leonados, tuvieron
cumplido repaso y un aire fresco nos llegaba en cada día de emisión. Años
ochenta cargados de ansias de libertad. Años ochenta en los que la crítica era
bien recibida y en alguna ocasión tenida en cuenta. Años ochenta que alumbraron
esperanzas que poco a poco fueron quedándose en sueños rotos. Años ochenta que
jamás sospecharían cumplir con el deseo de renacimiento tres decenios después,
visto lo visto, y oído lo escuchado. La voz de su amo que se pierde en
diatribas sesudas para no hablar claramente como si se temiese alguna reacción
en contra. Deseos de poder ser presidente por un momento y al menos sincerarse
con la mayoría que huyó de ti para explicarles cómo la culpa de tu fracaso no
es de nadie diferente a ti. Asunción de errores que la soberbia evita y los
corifeos esconden entonando hacia otro lado. Disculpas que carecen de sentido
cuando se han cometido tantos errores de bulto que nadie es capaz de creerlas.
Miradas a los ojos de los propios para que los propios te sigan diciendo que lo
estás haciendo muy bien, muy bien. Amistades peligrosas, sin duda. Amistades súbditas
que no son de fiar y que te están llevando en volandas hacia el precipicio sin
que nadie lo quiera poner de manifiesto. La culpa, pues, del chachachá, que
nadie nos invitó a bailar. Igual es que los acordes del mismo no acompasaban a
los pasos de baile y más de un pisotón se sorteaba. Reflexionar a posteriori no
interesa para no redundar en la penitencia de reconocer el error. Pero dejarse
llevar por excusas inasumibles como queriendo ver lo que no existe es una
torpeza aún mayor. Por eso, si yo fuera presidente, y nada más lejos de mí que
soñar con serlo, por lo menos pondría
como himno repetitivo “Círculo vicioso”. Quizás a partir de entonces entendiese
por qué estoy de jefe y comprobase que mi caballo es de cartón piedra; a nada
que vengan las lluvias, se vendrá abajo y yo aterrizaré en el lodo. Mientras
esa quimera vuelve a perderse en aras de la esperanza, rescataré de la videoteca
algún capítulo de aquel programa y respiraré de nuevo.
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