jueves, 21 de diciembre de 2017


Tierra de Campos



La primera noticia que tuve de este título fue a través de las ondas. Javier del Pino en su programa de fin de semana  “A vivir que son dos días” mantuvo una conversación con David Trueba, autor de esta obra, y de la misma deduje que algo cercano saldría de aquellas letras. Semanas después, el comentario surgió de boca de una compañera que me recomendó vivamente la lectura de esta obra. Y nada más comenzarla, me resultó atractiva. Daniel, quinceañero, hijo único, con querencias musicales, salta a la vida de las notas más allá de los pupitres de un colegio que intenta encorsetar libertades. Allí la vida le hace coincidir con otros compañeros que se acaban convirtiendo en colegas, amigos, y fieles reflejos de perfiles de una época que se aventuraba escalofriantemente libertina y libertaria. Los años ochenta en los que las movidas cruzaron de parte a parte el país aparecen bajo  los acordes de unas canciones que tanto nos suenan a escuchadas y bailadas sin ser exactamente aquellas que ocuparon podios de éxitos. Relaciones familiares en las que los choques generacionales saltan en cada momento dejando un poso de derrota en una generación que languidece y un horizonte de victoria en una generación que se abre al mundo. Por un momento el flash-back decide sumarse al argumento y los saltos en la narración conforman un retablo que intenta dar explicaciones a modos de ser. No fue difícil seguir el ritmo de la novela por ser sumamente sencillo ponerle rostro a los protagonistas desde los rostros que nos acompañaron en nuestros años movidos. Añadamos a todo esto toques sutiles de humor en las peores de las circunstancias y tendremos una idea aproximada de cómo la ironía o reírse de uno mismo a veces consigue paliar el daño que la propia vida nos tiene reservado. Vidas al límite que tienen la suerte de sobrevivir en los hilos del último instante de cordura y vidas que saltan al vacío buscando la máxima expresión del deseo de vivir. Retos a la cobardía de aquellos que se aferraron a las normas para no errar en su futuro sin darse cuenta del error que cometían al calzarse cadenas lastrantes que tanto asumen poco convencidos. No, no es un canto al exceso lo que aquí se percibe. Ni es una mirada lastimera a aquel cartel que reza un lema de autodestrucción. Es más bien un acto reflexivo desde la cuarentena que un padre que acaba de dejar de ser hijo lanza a la pautas para que, si no lástima, al menos comprensión le sea tenida. Cualquiera que vivió aquella época con la intensidad que exigía se verá reflejado en ella. Puede que en un momento determinado eche de menos a los amigos que se marcharon veloces sin saber el precio del billete. Puede que mirando a sus hijos entienda como padre lo que no acabó de entender como hijo. Puede que cuando esté a solas sienta cómo se le humedecen los ojos al recordar aquellos latidos. Puede que dé las gracias al destino por haberle permitido realizar a través de estas páginas un viaje de ida y vuelta a una época que tanto le marcó, que tanto echa de menos y que tanto logró perfilar al maduro que ahora es y que empieza a reconocerse cuando se mira en el espejo de un álbum de fotos tan desordenado como cierto.

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