viernes, 1 de diciembre de 2017


Suicidarse

Durante la lectura del veredicto Slobodan Praljak se levantó gritando, bebió un líquido y dijo que él no era culpable de crímenes de guerra. Último brindis y una sensación absurda entre los testigos que todavía se están preguntando qué falló en la prevención de semejante respuesta. No debió parecerle adecuado al tribunal que el acusado se saltase las reglas y se inmolase ante las cámaras dejando a los magistrados con una cara de qué está pasando aquí de la que tardaron en reponerse. Quizás si hubiesen indagado un poco en la historia de los suicidas más o menos famosos habrían descubierto formas elegantes, chabacanas, fallidas o radicales, de poner fin a los días de modo voluntario. Dejando a un lado la plasticidad y puesta en escena de las estrellas del rock o la necesidad imperiosa de hacerse de notar de los modernistas jovenzuelos, más de un suicidio sería merecedor de atenciones. Así, por ejemplo, el de Horacio Quiroga, que tras ver desfilar ante sí el cadáver autocartucheado de su padre, la imitación por parte de su `padrastro en la forma de matarse años más tarde, la ingesta de líquido revelador de fotografías por parte de su  mujer, el suicidio de su amiga Alfonsina Storni, la ingestión de arsénico de su amigo del alma, decide no defraudar al karma y se marca un lingotazo de cianuro. Si nos paramos en la biografía de Raymond Roussel notamos lo expeditivo que fue su adiós al ingerir unas setenta y seis ampollas de medicamentos simultáneamente y con efectos inmediatos. Probablemente no hizo caso a los efectos secundarios o quizás por ello siguió las indicaciones de los prospectos. Si nos trasladamos al lejano Oriente, Yukio Mishima decide poner fin a sus días, pero lentamente. Se practica un harakiri al que le seguiría una decapitación por encargo a un torpe amigo que falló tres veces con la katana. A la cuarta, el pescuezo le fue rebanado tal y como solicitaba. De Hitler y Eva Braun no diré nada más por lo escasamente operístico que resultó su suicidio. Bastantes realizaron sin permiso en quienes no lo merecían ni solicitaron. Attila József, revolucionario poeta húngaro, no es que fuese un destacado suicida. Tuvo tres intentos. El primero agotando todas  las aspirinas que logró reunir e ingiriéndolas de golpe. Se le quitaron los dolores de cabeza, sufrió algún ardor de estómago pero no falleció. Probó entonces con un veneno que en nada le afectó y no se resignó a su mala suerte. Esperó ser seccionado por el tren que se detuvo averiado algunas estaciones antes, y tampoco pudo. Por fin, y siendo persistente, otro convoy ferroviario acabó con sus días, tal y como llevaba tiempo deseando. Nicolás de Chamfort , durante la Revolución Francesa, se opone al Terror de Robespierre y es encarcelado durante un breve periodo de tiempo. Le aterra la posibilidad de volver a ser detenido y procesado, se pega un tiro en el paladar, con tan mala suerte que se destroza la nariz y la mandíbula pero no se mata. Toma entonces un abrecartas de su escritorio y se apuñala varias veces en el cuello, sin éxito. Desesperado, lo intenta en el pecho y en la pierna, pero pierde la consciencia antes de conseguir matarse. John Berryman, con doce años descubre que su padre  acaba de pegarse un tiro y esto le marca de un modo tan intenso que al cabo de los años se lanza desde lo alto de un puente al río Missisipi, no cae al agua y muere asfixiado con la cabeza atrapada en el barro de la orilla. Sean cuales sean las formas, si el fin se consigue, el propio suicida las dará por buenas. Y si dejamos de lado los convencionalismos moralizantes que lo penalizan, el suicido, además de suponer un acto heroico propio de valientes, es la última voluntad del ser humano y por lo tanto se ha de respetar. Con un poco de suerte creará jurisprudencia y más de uno podrá valorar si lo merece o no. De momento, aquí dejo las opciones y sobre todo las precauciones a tomar en caso de que alguien decida despedirse sin fallo alguno. Más que nada para no dejar en su sepelio ese halo de estupidez que supone el lagrimeo no sentido. Mejor legar una carcajada como epitafio.Robert E. Howard (1906-1936) No tan olvidado autor de novelas baratas, aunque las veces que se le recuerda siempre es por tres cosas: fue íntimo amigo de Lovecraft, creó el personaje de ‘Conan el bárbaro’ y perpetró un meticuloso suicidio. Cuando su madre entró en coma, Howard primero asegura el... Ver mas


No hay comentarios:

Publicar un comentario