miércoles, 25 de abril de 2018


El alquimista
Me encantan los cuentos. En ellos se deja paso a la fantasía como protagonista absoluta del argumento y hace y deshace a su antojo. Los protagonistas no dejan de ser más que meras marionetas movida desde los hilos del capricho que las hace girar de aquí para allá. Nada se cuestiona porque el mismo nacimiento de la historia da por válido cualquier giro de la misma. Y aquí, en esta novela de Paulo Coelho, no diferenciadoras. Un protagonista que piensa en el sentido de la vida se embarca en una trashumancia  personal hacia Oriente en busca de las respuestas que ansía para entenderse a sí mismo. Ciertas reminiscencias a las “Mil y una noche” van sucediéndose como guías solícitas al aventurado lector que se adosa a la sombra de Santiago. Va y viene de la dicha al infortunio salvando pruebas que se le presentan como si de una gymkana se tratase. Todo aderezado a modo de enciclopédica enseñanza de filosofal epílogo. Fácil de leer. Nada de sobresaltos inesperados que pudiesen quebrar la línea argumental anticipando desdichas insalvables. Previsible como todo cuento con final feliz al que subirse a modo y manera de manual de autoayuda. Quiénes somos, a veces lo sabemos; de dónde venimos, a veces lo aceptamos; hacia dónde vamos, ni siquiera somos capaces de aventurarlo. Y si decidimos aferrarnos a una ruta corremos el riesgo de naufragar sin remedio. De ahí que la piedra filosofal que desvela el autor no esté tan lejos de nosotros como suponíamos. Abre la posibilidad de reflexión a quien quiera entenderlo así y evitarse decepciones. Como si de un péndulo maniqueo se tratase, las arenas del desierto se van decantando inexorables hacia el fondo. Habrá que darle la vuelta para comprobar si el camino supone un retroceso o un nuevo avance. Resulta tan sencilla de entender que debería recomendarse como lectura de cabecera adosada a la mesilla de noche. Sin duda alguna, evitaría pesadillas y los sueños serían tan reales que a la mañana siguiente la recibiríamos con otros ojos. No en balde, hace ya algunos años, los cuentos nos ayudaban a cerrar los  párpados en aquella lejana infancia que añoramos llenos de melancolía. Puede que allí, en aquellos minutos previos al sueño, nuestro hábito lector empezase a diseñarse y hoy que ya lo habitamos sobradamente nos reconozcamos como tales. A los cuentos se les sonríe, aplaude y personaliza. Tal es el caso del que nos ocupa y no será necesario vestirse de Merlín para poderlo comprobar.            

No hay comentarios:

Publicar un comentario