El alquimista
Me encantan los cuentos. En ellos se deja paso a la
fantasía como protagonista absoluta del argumento y hace y deshace a su antojo.
Los protagonistas no dejan de ser más que meras marionetas movida desde los
hilos del capricho que las hace girar de aquí para allá. Nada se cuestiona
porque el mismo nacimiento de la historia da por válido cualquier giro de la
misma. Y aquí, en esta novela de Paulo Coelho, no diferenciadoras. Un
protagonista que piensa en el sentido de la vida se embarca en una trashumancia
personal hacia Oriente en busca de las
respuestas que ansía para entenderse a sí mismo. Ciertas reminiscencias a las “Mil
y una noche” van sucediéndose como guías solícitas al aventurado lector que se
adosa a la sombra de Santiago. Va y viene de la dicha al infortunio salvando
pruebas que se le presentan como si de una gymkana se tratase. Todo aderezado a
modo de enciclopédica enseñanza de filosofal epílogo. Fácil de leer. Nada de
sobresaltos inesperados que pudiesen quebrar la línea argumental anticipando
desdichas insalvables. Previsible como todo cuento con final feliz al que
subirse a modo y manera de manual de autoayuda. Quiénes somos, a veces lo
sabemos; de dónde venimos, a veces lo aceptamos; hacia dónde vamos, ni siquiera
somos capaces de aventurarlo. Y si decidimos aferrarnos a una ruta corremos el
riesgo de naufragar sin remedio. De ahí que la piedra filosofal que desvela el
autor no esté tan lejos de nosotros como suponíamos. Abre la posibilidad de
reflexión a quien quiera entenderlo así y evitarse decepciones. Como si de un
péndulo maniqueo se tratase, las arenas del desierto se van decantando
inexorables hacia el fondo. Habrá que darle la vuelta para comprobar si el
camino supone un retroceso o un nuevo avance. Resulta tan sencilla de entender
que debería recomendarse como lectura de cabecera adosada a la mesilla de
noche. Sin duda alguna, evitaría pesadillas y los sueños serían tan reales que
a la mañana siguiente la recibiríamos con otros ojos. No en balde, hace ya
algunos años, los cuentos nos ayudaban a cerrar los párpados en aquella lejana infancia que
añoramos llenos de melancolía. Puede que allí, en aquellos minutos previos al
sueño, nuestro hábito lector empezase a diseñarse y hoy que ya lo habitamos
sobradamente nos reconozcamos como tales. A los cuentos se les sonríe, aplaude
y personaliza. Tal es el caso del que nos ocupa y no será necesario vestirse de
Merlín para poderlo comprobar.
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