1. Inés Cuesta
Como si el destino hubiese
querido reivindicarla para el monte, así llegó, así se asentó y así perdura.
Con ese tono granadino que apenas se aleja de su deje, es capaz de dejar hueco
en el gallinero a todo aquel que esté dispuesto a llenarlo de verdad. Poco
importará que la cuesta de la calle se alíe con su apellido desde el momento
mismo en que vea ante sí el reto a superar y la certidumbre de superarlo.
Encenderá el rubio para buscarse ese minuto de pausa que restará segundos al
quehacer para regresar al quehacer que tanto domina. Sabe que la cadena
engrasada sobre los pedales no supondrá apenas esfuerzo. Y lo sabe porque cada
vez que el rayo se aloja desde temprano sobre la baldosa del segundo cacareo
ella lo pule y consigue convertirlo en escudo y blasón. Poco importará si el
desnivel intenta provocar la cojera de la mesa cuando llegue la festiva noche
de agosto. Ella, con el ímpetu nacido del mechón que se le ofrece como diadema,
pondrá equilibrio. El trono de los peldaños barrerán los pies a la cortina que
se vestirá de puente levadizo permisivo y cercano. Y sabrá que los suyos se
hicieron nuestros porque nuestros se hicieron sus argumentos. Tomó el relevo que
el tiempo quiso cobrarse y la tríada que forma con las próximas se convierte en
el triángulo equidistante de vértices inexpugnables. Cómplice de risas que por
la acera discurren cada vez que el trueno asoma por escasas que sean las nubes
y nulos los rayos de la tormenta que pudieran sospecharse. Del almirez sacará algo más que sonidos y los
sabores sabrán a tiempos que regresan. Ave de paso que cruzó la diagonal para
encontrar en el valle el solaz del nido. Surca el mar sin precisar de remedio ante
el impensable naufragio de su travesía. Nada entre las calmas olas del cariño
como si de ella misma surgiera la columna sostén de todo el edificio. Acaba de
asomarse al balcón y con ello da el pistoletazo de salida a una nueva jornada.
Las volutas surgidas del cenicero se convirtieron en incienso y ella,
sacerdotisa suprema, buscará en las mismas los hados de la felicidad que tanto
merece. Por detrás, una cresta inquieta, volverá a cacarear escondiendo el
espolón que jamás precisó. Los polluelos revolotean y es el momento de
volverles a dar una nueva lección de vida.
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