- Araceli y Teófilo
Cada vez que surco las calles, acabo pasando por
su puerta. Y os aseguro que tenía su punto de emoción traspasar aquella puerta.
Como aviso previo un buzón azul encastrado en la pared te anunciaba la
posibilidad de depositar las cartas convenientemente y no alterar el normal
desarrollo del interior de la vivienda. Sonreías al sello y la dejabas caer.
Sabías que al otro lado la recepción de las mismas estaría presta y que una
saca densa pespunteada con los colores de la bandera se encargaría de
trasladarla hacia la estación. De sus manos viajaban hacia los raíles las
esperanzas, las añoranzas, las alegrías y todo el conjunto de necesidades que
precisaban ser leídas. Si la suerte te proporcionaba la posibilidad de
certificar alguna, pasabas y mientras se comprobaba el peso tu vista se
entretenía en la imagen goyesca que decoraba la chimenea. Mozos y mozas compartiendo
momentos y tú convidado de piedra aplaudías en silencio. Los murillos se
cuadraban a la espera de la lumbre y la vida seguía a pasos agigantados hacia el
adiós a la niñez. Notabas en su mirada el pesar cuando algún ribete negro
envolvía al sobre de turno. Percibías cómo el pésame callado nacía de sus ojos
y el matasellos se cubría de luto al estampar la fecha sobre la cara de Franco.
Ellos sabrán cuántas fueron las veces en las que se vieron envueltos en esa
amalgama de sensaciones. Y como si buscasen un paréntesis, allá, más adentro,
una envasadora hacía las veces de compañera de trabajo en su ardua labor de
precintar conservas. Tiempos en los que la palabra viajaba envuelta en
cuartillas a las que se les exigía elegancia. Tiempos en los que alguna vez hubo
que leer o redactar en nombre de quienes
no tuvieron la fortuna de aprender. Tiempos en los que el callejón caldeaba los
hielos y templaba los bochornos. Tiempos en los que la inocencia infantil
escribía a los Magos de Oriente y ellos dos, Araceli y Teófilo, se convertían
en cómplices de ilusiones callando verdades. Hoy, cada vez que los pasos me
guían a su antojo, vuelvo a pasar por el zócalo granulado. Vuelvo a comprobar
si el sobre del recuerdo está bien cerrado. Vuelvo a sellar con una peseta
volátil la carta que sigue viva. Sé que al otro lado del buzón azul, ellos dos,
seguirán siendo los receptores y le darán cumplida salida.
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