sábado, 6 de abril de 2019


Paco B.

Posiblemente muchos lo recuerden y muchos otros pregunten quién es. A los últimos les responderé que fue el veterinario que apreció por Enguídanos mediados los ochenta, se hospedó en casa de Marieta, nos hizo partícipes de las excelencias de Beefeater  y compartió con nosotros unos años absolutamente geniales. De hecho, cada vez que Jaime Marques vuelve a aparecer por las ondas del recuerdo, su imagen renace entonando la batucada nada más comenzar a sonar las tres de la mañana. Un beatlemaníaco risueño capaz de dar paso a lo innecesario para darle rango de imprescindible en cuanto la ocasión lo exigiese. Un barbudo enfundado en las panas de la diversión a nada que la obligación de su cargo cesase. De nada servían los razonamientos derivados de la capa del cerdo de turno si ante ello se anticipaban las excelencias de una buena charla. Poco importaba si aquel 4L blanco regresaba de Cuenca con la prórroga de la milicia y las vacunas pertinentes si la noche aciagamente divertida se nos ofrecía como fin de jornada. Ácrata neonato al que encomendar todos los recados inimaginables sabiendo a ciencia cierta que serían ignorados al creerlos inútiles. Él, con  adiestrar a los dogos que roían los muebles, tenía suficiente. Si la tertulia nocturna derivaba hacia los intentos de comunicaciones espirituales, la pócima risueña estaba más que asegurada. De nada servirían llamadas de atención hacia la cordura cuando el dislate de la improvisación pedía paso. Nada más provocarse una pausa, el estribillo pedía paso y Liverpool se hacía presente de nuevo. Los horarios no formaban parte de su ADN y a nada que te descuidases te aliabas con él hacia una nueva y dislocada ocurrencia. Se hacía, se hace de querer. Es un tipo genial capaz de palmearte la espalda a la más mínima sospecha de abatimiento que vea en ti. Puede que el tiempo lo haya pausado y la distancia ralentice la llegada de sus improvisaciones. Puede que aquel paréntesis de estancia supusiese más de lo que él mismo está dispuesto a admitir. Puede, y en eso no habrá discusión posible, que en su hueco más íntimo sepa que aquellos años trajeron a su vida un halo de espontaneidad que pocas veces se habrán repetido. Si me lo vuelvo a cruzar, no tendré más que entonar el  “al dar las tres de la mañana” y esperar que Paco, mi amigo Paco, responda con “salí de casa, radiante de alegría, vi nacer un nuevo día, ha llegado el carnaval” Lo más seguro será que unos ladridos boxerianos ejecuten los coros y se unan a la fiesta.

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