martes, 30 de abril de 2019


1.   Jesusete

Tenía el porte propio de aquellos que se saben bendecidos por los dioses y a fe que hacía gala de ello. Espigado, de mirada altiva, como si de un torero a punto de alternativa se tratase, se mostraba desde la viveza de su paso que buscaba la arena en el albero circular de su existencia. Movía su rostro con la displicencia de quien tan acostumbrado está a las contrariedades como intentando darles una última oportunidad de rendición ante su aplomo. Coqueto que desde el rechazo sabía teñir las nieves para evitarse los inviernos que helasen su modo de encarar la vida, cargaba sobre sí con la canana del ánimo repudiando cualquier asomo de flaqueza. Probablemente le llegó de sus rojos  ese ímpetu y de dicho estilete tejió al ariete que daba testimonio de sí. Vivió en las cercanías del agua las trasformaciones que el agua propiciaba y del camuflaje de su vestimenta hizo un arte alzada la veda. Amaba la vida sabiéndola fugaz, acariciando los momentos, destilando las emociones. De haber nacido en otros confines el estrellato habría llamado a su puerta y quién sabe si algún Negrete se habría sentido afónico ante el reto de encarársele. Habría encabezado al mariachi más pulcro y seductor en cuyas cartucheras viajarían los requiebros con sabor a tequila y perfume de espliego. Buscó la intercesión celeste  de manos de la cuesta que faldea la fortaleza y no hubo pendiente capaz de doblegar a sus ilusiones. De las nicotinas que habitaban en su guayabera se sabe que esperaban ansiosas el momento de prenderse bajo su bigote mientras el dorado prestaba la llama que les daba permiso. Adherido a las palmeras que se ufanaban desérticas vivió en la plana  como un corsario cuyo  permiso de abordaje estuviese abierto a las fechas que el viento designase. Negó el permiso al adiós para reivindicarle a las despedidas el dominio absoluto de las mismas y hoy en día su recuerdo sigue sabiendo a salitre de prensa en cuba de madera. Si por un momento existiese la posibilidad de juicio seguro que se encaramaba, calzaba el puente de sus doradas, miraba de frente y espetaba aquello de “¿con qué permiso?” Segundos después sonreiría como suelen hacerlo los tahúres conocedores de su baza ganadora y antes de mostrar su triunfo daría por ganada la partida al rival. Más que nada, para no dañarlo. Tiempo habría para provocar una revancha que sería, puedo asegurarlo, más acertada.         


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