miércoles, 10 de abril de 2019


  1. Amparo y Jose


Esquinando la calle en su ascenso moran, permanecen y se  perpetúan. Ella, manifestando en su rostro la procedencia que la anuncia. Él, trajinando sin cesar para exprimir los minutos que a la pausa le niega. Ella, cargando con el cesto de paja sobre su antebrazo, deslizándose hacia las calles. Él, poniendo en práctica la enésima enseñanza que del esparto le ha llegado y la maestría de enfrente le ha legado. La pleita, el recincho o cualquier otra muestra de la artesanía autóctona condenada al olvido, han encontrado en Jose al meritorio testigo de su permanencia en los días. Se ubicará frente a los leños convenientemente apilados para decorar la clase de una escuela que le caracteriza a nada que te des por recién llegado. Mientras, Amparo, volverá a testimoniar cómo se puede convertir una amistad en consanguinidad. Habrán visto el amanecer y contará las horas para atender al reclamo de las aguas. Allí les esperan los juncos dispuestos a convertirse en grilleras sobre las que encerrar los sueños de los vástagos llegados del Cantábrico. Enseñarán sin imponer y transmitirán las verdades que son inmutables. Viajarán dejando en las cunetas del Mojón de la Moza el mensaje claro de un inmediato regreso y nada más acceder al llano comprobarán su papel de cordón umbilical que el destino les ha adjudicado. Serán capaces de asombrar con sus pasos alocados a las sangres que quieran imitar sus pasos de baile y de los sonidos saxofónicos les brotarán orgullos. Ella sabe por herencia cuánto valor curativo tiene el abrazo. Él sabe por costumbre que al campo se le acaricia generoso sin esperar nada que el campo no esté dispuesto a entregar a cambio. Del arnero de su constancia han trenzado una malla invisible de fortaleza que sirve de apoyo y punto de referencia. Probablemente sigan echando de menos las nevadas que les plantearon retos nocturnos. Igual sonríen cuando se enfrenten a situaciones ajenas que tanto les suenan y tan lejanas resultan en el tiempo. Son, el refugio seguro a todo navío que sienta los azotes de la galerna inesperada. Son, estas dos mitades de un todo que día a día siguen tejiendo la estera por la que dejar sus huellas. Una estera, os lo aseguro, custodiada por el perfume de espliego que todos los veranos renueva las verdades y rubrica las sensaciones. Si veis la cortina medio abierta, ya sabéis que una nueva clase se está impartiendo, y no es plan de llegar tarde a tales enseñanzas.

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