- Amparo y Jose
Esquinando la calle en su
ascenso moran, permanecen y se perpetúan.
Ella, manifestando en su rostro la procedencia que la anuncia. Él, trajinando
sin cesar para exprimir los minutos que a la pausa le niega. Ella, cargando con
el cesto de paja sobre su antebrazo, deslizándose hacia las calles. Él,
poniendo en práctica la enésima enseñanza que del esparto le ha llegado y la
maestría de enfrente le ha legado. La pleita, el recincho o cualquier otra
muestra de la artesanía autóctona condenada al olvido, han encontrado en Jose
al meritorio testigo de su permanencia en los días. Se ubicará frente a los
leños convenientemente apilados para decorar la clase de una escuela que le
caracteriza a nada que te des por recién llegado. Mientras, Amparo, volverá a
testimoniar cómo se puede convertir una amistad en consanguinidad. Habrán visto
el amanecer y contará las horas para atender al reclamo de las aguas. Allí les
esperan los juncos dispuestos a convertirse en grilleras sobre las que encerrar
los sueños de los vástagos llegados del Cantábrico. Enseñarán sin imponer y
transmitirán las verdades que son inmutables. Viajarán dejando en las cunetas
del Mojón de la Moza el mensaje claro de un inmediato regreso y nada más
acceder al llano comprobarán su papel de cordón umbilical que el destino les ha
adjudicado. Serán capaces de asombrar con sus pasos alocados a las sangres que
quieran imitar sus pasos de baile y de los sonidos saxofónicos les brotarán
orgullos. Ella sabe por herencia cuánto valor curativo tiene el abrazo. Él sabe
por costumbre que al campo se le acaricia generoso sin esperar nada que el
campo no esté dispuesto a entregar a cambio. Del arnero de su constancia han
trenzado una malla invisible de fortaleza que sirve de apoyo y punto de
referencia. Probablemente sigan echando de menos las nevadas que les plantearon
retos nocturnos. Igual sonríen cuando se enfrenten a situaciones ajenas que
tanto les suenan y tan lejanas resultan en el tiempo. Son, el refugio seguro a
todo navío que sienta los azotes de la galerna inesperada. Son, estas dos
mitades de un todo que día a día siguen tejiendo la estera por la que dejar sus
huellas. Una estera, os lo aseguro, custodiada por el perfume de espliego que
todos los veranos renueva las verdades y rubrica las sensaciones. Si veis la
cortina medio abierta, ya sabéis que una nueva clase se está impartiendo, y no
es plan de llegar tarde a tales enseñanzas.
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