9. El ciego que cantaba fados
Todos en alguna ocasión, en algún momento, hemos sentido que
la magia se nos presentaba instantáneamente. Que el pragmatismo del viaje
planificado se veía absorbido por ese detalle no previsto que lo convertía en
único. Quizá sea la predisposición o el famoso síndrome de Stendhal, pero no
cabe duda de que a nada de tiempo que dediquemos, ese instante aparece.
Y así lo hizo el día en que decidí visitar el barrio de Belem.
Más concretamente el triángulo que
forman en la Explanada de los
Descubrimientos, el Monasterio de los
Jerónimos, el Monumento a los Descubrimientos y la Torre de Belem. No, no
fueron ni la majestuosidad de los edificios, ni la historia encerrada en ellos
lo que llegó a poner una nota de emoción. Fue el hecho de emprender el descenso
hacia el túnel que cruza la avenida como si fuese una de sus bisectrices y
empezar a escuchar el canto que provenía de sus entrañas lo que me hizo pausar
el paso y recrearme en sus notas. Llegué al subsuelo y entonces, ante todo
aquel que tenía la fortuna de cruzarlo, apoyado en la pared, sin más
instrumentos que su voz, un ciego cantaba los más hermosos fados que el dolor
puede interpretar. El discurrir de los trenes, el ronroneo de los neumáticos,
el tintineo de las monedas sólo lograron reverberar aún más la hermosura de las
canciones que “a capela” interpretaba. Su gorra de visera, su silencioso
bastón, la silueta de su espalda caligrafiada en la pared y su murmullo de
agradecimiento ante el aplauso silencioso que percibía enmarcaron el detalle
mágico que todo viaje, a nada que prestemos atención, nos deja.
Ni sé ni quise preguntar su nombre, pero la Dignidad, el Buen
Hacer, y las Notas Precisas encauzaron el
patente flujo de emociones que perduran en el manantial del
recuerdo mientras el eco del último fado testimonia que fue cierto.
de "Cara a cara"
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