viernes, 24 de enero de 2014


 

9.       El ciego que cantaba fados

Todos en alguna ocasión, en algún momento, hemos sentido que la magia se nos presentaba instantáneamente. Que el pragmatismo del viaje planificado se veía absorbido por ese detalle no previsto que lo convertía en único. Quizá sea la predisposición o el famoso síndrome de Stendhal, pero no cabe duda de que a nada de tiempo que dediquemos, ese instante aparece.

Y así lo hizo el día en que decidí visitar el barrio de Belem. Más  concretamente el triángulo que forman  en la Explanada de los Descubrimientos,  el Monasterio de los Jerónimos, el Monumento a los Descubrimientos y la Torre de Belem. No, no fueron ni la majestuosidad de los edificios, ni la historia encerrada en ellos lo que llegó a poner una nota de emoción. Fue el hecho de emprender el descenso hacia el túnel que cruza la avenida como si fuese una de sus bisectrices y empezar a escuchar el canto que provenía de sus entrañas lo que me hizo pausar el paso y recrearme en sus notas. Llegué al subsuelo y entonces, ante todo aquel que tenía la fortuna de cruzarlo, apoyado en la pared, sin más instrumentos que su voz, un ciego cantaba los más hermosos fados que el dolor puede interpretar. El discurrir de los trenes, el ronroneo de los neumáticos, el tintineo de las monedas sólo lograron reverberar aún más la hermosura de las canciones que “a capela” interpretaba. Su gorra de visera, su silencioso bastón, la silueta de su espalda caligrafiada en la pared y su murmullo de agradecimiento ante el aplauso silencioso que percibía enmarcaron el detalle mágico que todo viaje, a nada que prestemos atención, nos deja.

Ni sé ni quise preguntar su nombre, pero la Dignidad, el Buen Hacer, y las Notas Precisas encauzaron el  patente  flujo de  emociones que perduran en el manantial del recuerdo mientras el eco del último fado testimonia que fue cierto.
 
de "Cara a cara"

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