Amarres
Desde bien pequeña presenció a hurtadillas, tras el hueco en
penumbra de la escalera que subía al piso superior, aquellas sesiones que no
acababa de comprender. Sus allegadas se reunían en torno a una mesa camilla que
desde sus pies emitía templanzas en ascuas. Las faldas protegían y recogían en
derredor a quienes se convertían en sacerdotisas provisionales con aquella que acudía
angustiada en busca de respuestas. Las escarchas de la calle guardaban silencio
y se parapetaban próximas a los muros prestando oídos a la sesión de hechizos.
Los moños peinados de nieves se alternaban en los conjuros y ella, expectante,
absorta, ansiosa, aguardaba soluciones. Así, noche tras noche, empecinada en
sus baldías esperanzas, creía alcanzar la meta que se había trazado y que los embustes de aquellas dueñas del
aquelarre le ofrecían como recompensa. Insistió una y otra vez en la
consecución de sus sueños y cuando quiso darse cuenta, los tuvo para sí. O eso
creyó aquella a la que las
sucesivas formas de barajar le iban mostrando
lo trucados que estaban los naipes. La vida le fue goteando sus apuestas en
forma de reembolsos que el destino cruel
se empecinaba en cobrar. Poco a poco se dio cuenta del alto precio que estaba
pagando en sus propias sangres y por más disimulos y mentones alzados en las
atalayas de la soberbia, en su interior se oía el eco de la derrota. Aquel a quien quiso ver navegante dichoso se había
convertido en taciturno náufrago y nada podía darle la vuelta. El amarre de
aquel barco que pensó galeón pirata tenía las maromas roídas por los salitres
que no podía ocultar. Nunca se le vio risueño, feliz, pleno. La vida misma se
fue encargando del diseño de las arrugas que cruzaban por su frente y el arado
del desamor levantó la tierra infértil en la que nada creció. Pasaron los años,
se sucedieron las estaciones, y en él se instaló el otoño permanente. Una
noche, cuando ella decidió subir por aquella escalera de su infancia hacia el
piso superior de nuevo, detuvo sus pasos, giró la vista, y allá abajo, esta vez
sin brasero testigo, unas hebras de canas recogidas de alguien al que siempre quiso para sí,
escupían reproches desde el silencio. Sobre la pared, la imagen de dos ancianas
de moños recogidos, desde un marco que olía a añejo creyó distinguir la
petición de perdón.
Jesús(defrijan)
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