La edad de jugar
Puede que no exista una edad concreta para el juego. Cierto
y verdad es que desde la infancia cualquiera se habitúa a participar en
compañía de otros y que en multitud de ocasiones las reglas ni están escritas
ni se necesitan explicar porque el nuevo participante las asimila de inmediato.
Caso de no hacerlo, sabe que será relegado y subsistirá dando tumbos sin saber
a qué carta quedarse ni cuál es el tanteo que se lleva en ese mismo momento.
Con el paso del tiempo, para mayor o menor gloria, los juegos se irán
seleccionando y con ellos las reglas se inscribirán en el tomo inamovible que
ejercerá de juez. Quizás entonces el
tono competitivo se intente imponer porque solamente será reconocido el
vencedor y todos los que le sigan permanecerán en el anonimato de los
segundones. Ni siquiera el ganador será dueño absoluto de la felicidad que le
provoque su triunfo ante la brevedad del mismo y el paso frenético de la
revancha. Pruebas de ello las tenemos a diario y en ellas se perciben con el
rabillo del ojo la estela que los otrora vencedores van dejando como juguetes
rotos actuales. Ni siquiera la compasión se puede esgrimir como última
recompensa para aliviar semejante derrota. De ahí que conforme pasen los años,
los deseos de jugar no habiten en el neceser de quienes ya emprendieron su
viaje hace mucho. No se tratará de cubrir las estaciones que estén con el
salvoconducto de la tristeza, no; la alegría siempre se adosará al cabecero de
su asiento mientras las paralelas vías de ese tren siguen contando árboles,
estaciones, paisajes. Seguro de sí, el viajero del tiempo sabrá cómo sienta su
cansado equipaje a quien siente, duda, cuestiona o reprocha, su manera de ser.
No, no es un nuevo juego el que se despliega sobre el tapete de una mesa
ficticia, ni queda tiempo, ni merece la pena jugarlo con naipes marcados. Pasó aquella etapa en la que las señas indicaban
al compañero de mesa si el órdago era falso o real; pasó aquella etapa en la
que las fichas se golpeaban sobre una mesa de mármol para amedrentar al rival;
pasó aquella época en la que agitar los dados era el preludio al engaño hacia
quien debía alzar el cubilete o creerse el embuste. Nada, a estas alturas de la vida, sería más
penoso que hacerse trampas en el propio casino, al que pocas veces permite el
paso a quien sin dudarlo cree ser merecedor de entrar. Sabe que sabrá que la
única regla se llama Verdad.
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