viernes, 18 de septiembre de 2015


      La edad de jugar

Puede que no exista una edad concreta para el juego. Cierto y verdad es que desde la infancia cualquiera se habitúa a participar en compañía de otros y que en multitud de ocasiones las reglas ni están escritas ni se necesitan explicar porque el nuevo participante las asimila de inmediato. Caso de no hacerlo, sabe que será relegado y subsistirá dando tumbos sin saber a qué carta quedarse ni cuál es el tanteo que se lleva en ese mismo momento. Con el paso del tiempo, para mayor o menor gloria, los juegos se irán seleccionando y con ellos las reglas se inscribirán en el tomo inamovible que ejercerá de juez.  Quizás entonces el tono competitivo se intente imponer porque solamente será reconocido el vencedor y todos los que le sigan permanecerán en el anonimato de los segundones. Ni siquiera el ganador será dueño absoluto de la felicidad que le provoque su triunfo ante la brevedad del mismo y el paso frenético de la revancha. Pruebas de ello las tenemos a diario y en ellas se perciben con el rabillo del ojo la estela que los otrora vencedores van dejando como juguetes rotos actuales. Ni siquiera la compasión se puede esgrimir como última recompensa para aliviar semejante derrota. De ahí que conforme pasen los años, los deseos de jugar no habiten en el neceser de quienes ya emprendieron su viaje hace mucho. No se tratará de cubrir las estaciones que estén con el salvoconducto de la tristeza, no; la alegría siempre se adosará al cabecero de su asiento mientras las paralelas vías de ese tren siguen contando árboles, estaciones, paisajes. Seguro de sí, el viajero del tiempo sabrá cómo sienta su cansado equipaje a quien siente, duda, cuestiona o reprocha, su manera de ser. No, no es un nuevo juego el que se despliega sobre el tapete de una mesa ficticia, ni queda tiempo, ni merece la pena jugarlo con naipes marcados.  Pasó aquella etapa en la que las señas indicaban al compañero de mesa si el órdago era falso o real; pasó aquella etapa en la que las fichas se golpeaban sobre una mesa de mármol para amedrentar al rival; pasó aquella época en la que agitar los dados era el preludio al engaño hacia quien debía alzar el cubilete o creerse el embuste.  Nada, a estas alturas de la vida, sería más penoso que hacerse trampas en el propio casino, al que pocas veces permite el paso a quien sin dudarlo cree ser merecedor de entrar. Sabe que sabrá que la única regla se llama Verdad.   

 Jesús(defrijan)

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