Balcones caídos
El verano estaba en su ecuador y las tardes alternaban
calores con tormentas a capricho. Días previos la canícula de Agosto sólo se
había visto apaciguada por el perfume a lavanda que desde el cruce de caminos a
pie de río ascendía hacia el pueblo. Y la rutina diaria enviaba a las horas del
anochecer a quienes buscaban tertulia tras el tapete de cartas barajadas hacia
el tute o los sonidos agudos de las fichas del dominó. Sobre las esquinas de
las mesas los cafés pugnaban con las infusiones a sabiendas que su rescate
vendría de la victoria de una de las parejas. Fuera, sentados sobre el respaldo
del banco de madera que se refugiaba de la lluvia, Artemio y yo debatíamos sobre aquello que resulta
importante cuando la adolescencia se hace reina de tu vida. Apareció como por
casualidad el “mano lenta” y todo comenzó a girar a treinta y tres revoluciones
en el giradiscos de la mente cuyo deseo era tenerlo a su disposición. Alguien
que conocía a alguien que se había hecho con el vinilo “461 Ocean Boulevard” había proporcionado la expansión de dicha
grabación en cintas de cromo y mi amigo era el afortunado poseedor de una de
ellas. El cómo Eric Clapton había renacido a la música con ese disco era
suficiente garantía y mis deseos eran tenerlo a mano. De modo que mientras la
lluvia seguía compitiendo con el vocerío del interior, nosotros dos quedábamos
en vernos al día siguiente y hacer efectivo el préstamo. Como testigo de todo,
una enredadera que se había hecho adulta sobre la reja de la ventana, daba fe
de nuestra amistad y de nuestro acuerdo. Así, en mitad de la llovizna
persistente, y lejos de cualquier deseo de formar parte de las timbas interiores,
nos dijimos adiós. Todo el edificio había sido elevado a mitad de la calle y a
modo de miradores, dos balcones volaban sobre la acera correspondiente,
revestidos de ladrillos caravistas tan
de moda en aquella época. De hecho, era corriente que en los días de lluvia,
los que estábamos dentro del bar, asomásemos las pituitarias hacia el ozono
protegidos por ellos. Así la noche perduró con la insistencia del cielo en enviar
su sirimiri y a las ocho treinta de la mañana, antes de que volviese a estar
ocupado el establecimiento por quienes buscaban el café despertador, nada más
pasar por su frontal Amadeo “Busca” camino de su labor con el ramal en la mano,
se vinieron abajo ambos voladizos. El superior arrastró en su caída al del
primer piso y sólo podría calificarse de milagro la ausencia de víctimas. El
hecho de que Artemio y yo pudiésemos haber sido dos de ellas no deja de ser una
circunstancia más a nuestro favor. Lo que no he dejado de agradecer desde
entonces ha sido a Clapton su vuelta a la música con aquel álbum cuyos deseos
de posesión hace tiempo que fueron cumplidos; mientras una de mis siete vidas quedaron en la
consigna de sus punteos que sigo disfrutando, eso sí, a cielo abierto por si
acaso.
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