Epigrama
Aquella vez en que sus ojos se desviaron hacia el cristal,
algo cierto le llegó. Allí, adosado con cuatro esquinas de celofán, estaba.
Hablaba de lo doliente que suele ser una despedida cuando quien se despide es el corazón que ya
dejó de latir. Era como si alguien llamado Ernesto se hubiese puesto en la piel
de aquellos que han probado la cicuta amarga del adiós y reflejase por ellos la
tristeza que nublaba sus entrañas. Quizás en aquellos enamorados no se le hizo
un hueco a la posibilidad de una despedida por estar viviendo en sueño eterno
que el amor acuna sin plantearse caducidades ni razones. No, no creo que le sean necesarias, por
ilógico que parezca. De ahí que la réplica de dicho poema planteaba la venganza
a posteriori de quien en esos momentos se sentía dañado. Avisaba de la
imposibilidad de llegar al nivel de entrega que él había ofrecido y que ahora
se le rechazaba. Habían sido tantas las veces que por un momento rememoró
rostros, besos, caricias de finales idénticos. Era como si algo dentro de sí le
advirtiese de una nueva etapa en ese camino que volvía a alfombrarse de
espinas. Puede que con el tiempo la intensidad de su entrega llegase bajo una
capa pesada teñida de pesimismo que al
anudarla le ofrecía un lazo corredizo sobre su garganta. Era su sino y como tal
había llegado a aceptarlo. Leyó y releyó el poema sin darse cuenta de los
esquivos que hacían aquellos que intentaban acceder al edificio y dejó de tener noción del
tiempo. Pasaron unos minutos, más de los razonablemente aceptados, y la dueña,
salió a su encuentro desde detrás del mostrador. Contuvo su primigenia idea de
preguntarle sobre aquello que buscaba a través del cristal cuando vio
humedecerse los ojos a aquel que ya no tenía edad para ello. Lo miró compasiva e intentando poner un toque de alivio a la
amarga expresión de su rostro le pasó su
cálida mano por el antebrazo derecho. No supo ni quiso saber más. Simplemente
le invitó a su local que seguía oliendo a papeles por rellenar, a tintas por
derramar, y le sirvió el café reconfortante. Él, callado, a breves sorbos, lo
degustó. Poco después, y sin necesidad de nada más que preguntar, respondió con
un nombre. Se había vuelto a enamorar y volvería a correr el riesgo; seguro que
merecía la pena, como siempre mereció, como sólo lo saben aquellos que lo han
vivido en las líneas de la incertidumbre.
Jesús(defrijan)
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