domingo, 13 de septiembre de 2015


   Epigrama

Aquella vez en que sus ojos se desviaron hacia el cristal, algo cierto le llegó. Allí, adosado con cuatro esquinas de celofán, estaba. Hablaba de lo doliente que suele ser una despedida  cuando quien se despide es el corazón que ya dejó de latir. Era como si alguien llamado Ernesto se hubiese puesto en la piel de aquellos que han probado la cicuta amarga del adiós y reflejase por ellos la tristeza que nublaba sus entrañas. Quizás en aquellos enamorados no se le hizo un hueco a la posibilidad de una despedida por estar viviendo en sueño eterno que el amor acuna sin plantearse caducidades ni razones.  No, no creo que le sean necesarias, por ilógico que parezca. De ahí que la réplica de dicho poema planteaba la venganza a posteriori de quien en esos momentos se sentía dañado. Avisaba de la imposibilidad de llegar al nivel de entrega que él había ofrecido y que ahora se le rechazaba. Habían sido tantas las veces que por un momento rememoró rostros, besos, caricias de finales idénticos. Era como si algo dentro de sí le advirtiese de una nueva etapa en ese camino que volvía a alfombrarse de espinas. Puede que con el tiempo la intensidad de su entrega llegase bajo una capa pesada  teñida de pesimismo que al anudarla le ofrecía un lazo corredizo sobre su garganta. Era su sino y como tal había llegado a aceptarlo. Leyó y releyó el poema sin darse cuenta de los esquivos que hacían aquellos que intentaban acceder  al edificio y dejó de tener noción del tiempo. Pasaron unos minutos, más de los razonablemente aceptados, y la dueña, salió a su encuentro desde detrás del mostrador. Contuvo su primigenia idea de preguntarle sobre aquello que buscaba a través del cristal cuando vio humedecerse los ojos a aquel que ya no tenía edad para ello.  Lo miró compasiva  e intentando poner un toque de alivio a la amarga expresión de su rostro  le pasó su cálida mano por el antebrazo derecho. No supo ni quiso saber más. Simplemente le invitó a su local que seguía oliendo a papeles por rellenar, a tintas por derramar, y le sirvió el café reconfortante. Él, callado, a breves sorbos, lo degustó. Poco después, y sin necesidad de nada más que preguntar, respondió con un nombre. Se había vuelto a enamorar y volvería a correr el riesgo; seguro que merecía la pena, como siempre mereció, como sólo lo saben aquellos que lo han vivido en las líneas de la incertidumbre.

 

Jesús(defrijan)

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