martes, 29 de septiembre de 2015


        Vuelo sin motor

Aquel veintinueve de septiembre se presentaba suficientemente agitado. Las soflamas partidistas convocaron una huelga general y a tal efecto más de uno decidió invertir la tarde en el ludo que la tarde ofrecía. De hecho, en paralelo a la marea de banderas, corría la marea humana por el circuito lleno de transeúntes, corredores, ciclistas, y todo tipo de persona amantes de la naturaleza urbana. De modo que entre todos ellos  se camufló este jinete de acero. La ruta de ida supuso el acostumbrado paseo en el que el sorteo de obstáculos humanos era habitual. Añadiéronse  patinadores que practicaban con mejor o peor suerte los equilibrios a la muchedumbre y todo parecía discurrir de modo más o menos aceptable. Hasta que aparecieron sobre el horizonte del crepúsculo. Uno pedaleando como ladrón al que persiguiese el escuadrón más aguerrido; otro, a metro y medio, corriendo sin pedales a cuatro patas con la lengua casi por el suelo en claro acto competitivo con su amo. Ocupaban sobradamente los dos sentidos del único carril y la velocidad parecía  propia de un convoy del AVE . El hilo de luz escaseaba y sin apenas darse cuenta el coche se produjo. Una rueda delantera compitió con un cuello fornido de aquel dogo argentino  que por supuesto ni se inmutó, ni disminuyó de velocidad, ni acusó el más mínimo daño. A su lado, si variar su vista del destino alocado, el dueño prosiguió su ruta. Frente a ellos, un nuevo astronauta se bautizaba en el vuelo sin motor. Ni escafandra, ni nada parecido a cualquier atuendo de la NASA hicieron falta. Voló hacia el infinito y más allá en un intervalo infinito de dos segundos y el aterrizaje que siempre soñó sobre la estepa rusa o sobre las aguas oceánicas, acabó sobre los bloques de un paseo por el que seguían los corredores y al que se sumaron los manifestantes finiquitados. Por su cabeza pasaron las imágenes de aquella maravillosa película con Tony Leblanc como protagonista y la comparación fue penosa.  Aquellos ilusos ingenieros al menos se sirvieron del humor para intentar poner en órbita a un españolito de a pie. Aquí las únicas condecoraciones  que obtuvo fueron cuatro rasguños, un hematoma sobre el muslo izquierdo en el que un cálculo aproximado aventuraba más de dos litros de sangre y la certeza de saber que si la providencia no nos administró alas no era necesario empeñarse en tenerlas por más que el ariete en forma de perro se empeñase.  Sin duda fue un pequeño salto para el hombre y un gran salto para la humana estupidez no apartarse de su camino. Ni ganas le quedaron de plantar una bandera.

Jesus(defrijan)      

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