Vuelo sin motor
Aquel veintinueve de septiembre se presentaba
suficientemente agitado. Las soflamas partidistas convocaron una huelga general
y a tal efecto más de uno decidió invertir la tarde en el ludo que la tarde
ofrecía. De hecho, en paralelo a la marea de banderas, corría la marea humana
por el circuito lleno de transeúntes, corredores, ciclistas, y todo tipo de persona
amantes de la naturaleza urbana. De modo que entre todos ellos se camufló este jinete de acero. La ruta de
ida supuso el acostumbrado paseo en el que el sorteo de obstáculos humanos era
habitual. Añadiéronse patinadores que
practicaban con mejor o peor suerte los equilibrios a la muchedumbre y todo parecía
discurrir de modo más o menos aceptable. Hasta que aparecieron sobre el
horizonte del crepúsculo. Uno pedaleando como ladrón al que persiguiese el
escuadrón más aguerrido; otro, a metro y medio, corriendo sin pedales a cuatro
patas con la lengua casi por el suelo en claro acto competitivo con su amo.
Ocupaban sobradamente los dos sentidos del único carril y la velocidad parecía propia de un convoy del AVE . El hilo de luz
escaseaba y sin apenas darse cuenta el coche se produjo. Una rueda delantera
compitió con un cuello fornido de aquel dogo argentino que por supuesto ni se inmutó, ni disminuyó de
velocidad, ni acusó el más mínimo daño. A su lado, si variar su vista del
destino alocado, el dueño prosiguió su ruta. Frente a ellos, un nuevo
astronauta se bautizaba en el vuelo sin motor. Ni escafandra, ni nada parecido
a cualquier atuendo de la NASA hicieron falta. Voló hacia el infinito y más
allá en un intervalo infinito de dos segundos y el aterrizaje que siempre soñó sobre
la estepa rusa o sobre las aguas oceánicas, acabó sobre los bloques de un paseo
por el que seguían los corredores y al que se sumaron los manifestantes
finiquitados. Por su cabeza pasaron las imágenes de aquella maravillosa
película con Tony Leblanc como protagonista y la comparación fue penosa. Aquellos ilusos ingenieros al menos se
sirvieron del humor para intentar poner en órbita a un españolito de a pie.
Aquí las únicas condecoraciones que
obtuvo fueron cuatro rasguños, un hematoma sobre el muslo izquierdo en el que
un cálculo aproximado aventuraba más de dos litros de sangre y la certeza de
saber que si la providencia no nos administró alas no era necesario empeñarse
en tenerlas por más que el ariete en forma de perro se empeñase. Sin duda fue un pequeño salto para el hombre y
un gran salto para la humana estupidez no apartarse de su camino. Ni ganas le
quedaron de plantar una bandera.
Jesus(defrijan)
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