Bailar
No le importaba cómo,
ni qué, ni siquiera con quién, lo importante era bailar. Y hacerlo desde la
desinhibición que le surgía al dejarse mecer por las notas de la melodía de
turno. Ellas se encargaban de trazar las líneas por las que los pies más o
menos diestros danzaban mientras su vista intentaba no descender al suelo. Esa
especie de salida hacia la pista venía provocada por la necesidad y no se la podía negar a sí mismo. Corrió y
asumió el riesgo de ser catalogado como demente quien toda su vida la había
confeccionado sobre los pespuntes del decoro. Allí, bajo las luces
parpadeantes, se transformaba y sudoroso daba rienda suelta a sus deseos. Poco
importaba que llegado el momento de pausar el ritmo, las parejas se formasen y
él, impar como muchos otros,
desapareciese hacia la barra en
un mal disimulado intento de ocultar esperanzas bajo la túnica supuesta del
rechazo a compartir pasos. El turno lento le era ajeno y procuraba no girar la
vista hacia la arena del circo musical en el que las caricias y promesas de
amores se oían entre labios susurrantes. Se negaba la valentía y sus brazos
cruzaba sobre sí soñando con caricias que le eran esquivas y que tan dispuesto
estaba a prodigar. La bola de cristal expandiendo reflejos sobre las paredes en
las que algún cuadro daba cobijo a la ilusión de quien absorto vagaba por
ellas. Imaginaba las voces en cuyos tonos se mecía sobre las olas de la
soledad. Había imaginado tantas tardes que cualquiera de ellas iniciaba un
nuevo guión sobre el que diseñar sus frustraciones. Miraba con premura el reloj
sabiendo que no superarían el número previsto aquellas melodías que reinaban
por la sala y que tan solitario lo apoyaban sobre el falso cuero de la barra.
No, no podía engañarse, por más poses que hubiese practicado frente al espejo
que cubría la lacada puerta de su armario en aquella habitación que tantas
noches calló preguntas a su regreso. Un sábado más, se haría el firme propósito
de armarse de valentía y ser capaz de lanzarse a la aventura aun a expensas del
no. Apuró el trago que ya reposaba
huérfano de hielos y decidido descendió los tres escalones. Justo en ese instante, las luces volvieron a
girar aceleradas y el ritmo cobró fuerza. Ya tenía a quien echarle las culpas
de su cobardía y con ello excusar al infeliz que le habitaba y del que siempre
se acababa compadeciendo con una falsa sonrisa.
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