De Santoña a Laredo ( capítulo III)
Nueva ruta y en esta ocasión
Santoña se nos presentó como destino adecuado. Allá, en la que es considerada
una de las playas mesetarias, la inmensidad de sus marismas, aportaban un toque
peculiar desde el monte Buciero. Una vez divisada la inmensidad de las mismas,
descendimos y nos embarcamos en una travesía hacia Laredo. El tiempo suficiente
como para llegar a la otra parte y degustar los frutos del mar que tanta fama
tienen. Y entre ellos, las anchoas, en sus mil variedades, enlatadas a gusto
del más exigente degustador. De modo que sobre la escollera, estaban ellos dos.
Uno con pinta de lobo de mar y el otro como copia del latin lover marinero que
exhibe sonrisas al soplar de las brisas. Uno con la certeza plena de que el
oleaje previsible desde sus experiencias oteadoras de cielos nos pediría
cuentas en forma de arcadas. El otro, mitad truhán, mitad señor, con una
dentadura inmune al desgaste del salitre, moreno cual pincel de Montecarlo,
exhibiendo bronce y dominio de las artes navieras. Serían poco menos de treinta
minutos lo que aquel remedo de yate tardaría en realizar el trayecto y tras el
timón, el émulo de Drake, transmitiendo tranquilidad. Uno haciendo apuestas
contra sí mismo sobre cuál sería el nivel de pánico al que no sometería en
Cantábrico en alguno de los trayectos tanto de ida como de vuelta. Olas que
empezaron de manera suave sobre los dos metros de cresta y poco a poco
decidieron aumentar su calibre y ellos empeñados en acercarnos a los peñascos
para divisar a unas cabras autóctonas cuyo dominio del equilibrio sorteaba
caídas al agua. Creo que ellas mismas se estaban riendo de estos grumetes en
que nos había convertido el vaivén del agua y mientras tanto, dos individuos
tarareando habaneras para calmar nuestros temores. Ya ni nos acordábamos de lo
visto en Laredo y apenas alcanzábamos con nuestros deseos para llegar a tierra
firme. Ni los falsos galones del galán timonel eran capaces de transmitirnos
seguridad y una versión reducida de Robinson Crusoe en todo el amplio sentido
de la expresión se cernía sobre nosotros. Cabeceando sin parar, aquel acorazado
de escasa eslora, logró regresarnos y creo que llegamos a besar el hormigón del
palenque al tomar tierra. Ante la pregunta de si habíamos disfrutado de la
travesía, como toda respuesta nos surgió una mirada que se le clavó en mitad de
la yugular al broceado capitán y un poco más abajo al sobrecargo a sus órdenes.
Meses después, cada vez que destapábamos un bote de anchoas, no podíamos dejar
de sentir cierto mareo por más suelo firme que tuviésemos a nuestros pies.
Jesús(defrijan)
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