miércoles, 10 de febrero de 2016


De Santoña a Laredo ( capítulo III)

Nueva ruta y en esta ocasión Santoña se nos presentó como destino adecuado. Allá, en la que es considerada una de las playas mesetarias, la inmensidad de sus marismas, aportaban un toque peculiar desde el monte Buciero. Una vez divisada la inmensidad de las mismas, descendimos y nos embarcamos en una travesía hacia Laredo. El tiempo suficiente como para llegar a la otra parte y degustar los frutos del mar que tanta fama tienen. Y entre ellos, las anchoas, en sus mil variedades, enlatadas a gusto del más exigente degustador. De modo que sobre la escollera, estaban ellos dos. Uno con pinta de lobo de mar y el otro como copia del latin lover marinero que exhibe sonrisas al soplar de las brisas. Uno con la certeza plena de que el oleaje previsible desde sus experiencias oteadoras de cielos nos pediría cuentas en forma de arcadas. El otro, mitad truhán, mitad señor, con una dentadura inmune al desgaste del salitre, moreno cual pincel de Montecarlo, exhibiendo bronce y dominio de las artes navieras. Serían poco menos de treinta minutos lo que aquel remedo de yate tardaría en realizar el trayecto y tras el timón, el émulo de Drake, transmitiendo tranquilidad. Uno haciendo apuestas contra sí mismo sobre cuál sería el nivel de pánico al que no sometería en Cantábrico en alguno de los trayectos tanto de ida como de vuelta. Olas que empezaron de manera suave sobre los dos metros de cresta y poco a poco decidieron aumentar su calibre y ellos empeñados en acercarnos a los peñascos para divisar a unas cabras autóctonas cuyo dominio del equilibrio sorteaba caídas al agua. Creo que ellas mismas se estaban riendo de estos grumetes en que nos había convertido el vaivén del agua y mientras tanto, dos individuos tarareando habaneras para calmar nuestros temores. Ya ni nos acordábamos de lo visto en Laredo y apenas alcanzábamos con nuestros deseos para llegar a tierra firme. Ni los falsos galones del galán timonel eran capaces de transmitirnos seguridad y una versión reducida de Robinson Crusoe en todo el amplio sentido de la expresión se cernía sobre nosotros. Cabeceando sin parar, aquel acorazado de escasa eslora, logró regresarnos y creo que llegamos a besar el hormigón del palenque al tomar tierra. Ante la pregunta de si habíamos disfrutado de la travesía, como toda respuesta nos surgió una mirada que se le clavó en mitad de la yugular al broceado capitán y un poco más abajo al sobrecargo a sus órdenes. Meses después, cada vez que destapábamos un bote de anchoas, no podíamos dejar de sentir cierto mareo por más suelo firme que tuviésemos a nuestros pies.  

                      

Jesús(defrijan)

No hay comentarios:

Publicar un comentario