Lucerna y Berna (capítulo IV)
Lucerna sería la siguiente parada y nada más
llegar el Puente de la Capilla recubierto de flores nos ofreció una visión
de ambas riberas de la ciudad segmentada por el Reuss. Sobre el artesonado, en
más de cien espacios, se nos mostraba la
historia de la ciudad y justo en su parte central, la Torre del Agua, antiguo baluarte defensivo,
presidio y sala de tortura en aquellos juicios de dios del Medievo. Un
monumento al león conmemorando la muerte de mercenarios suizos en la Revolución
Francesa y multitud de fachadas pintadas al fresco como si de traspantojos se
vistiese el arte de la ornamentación arquitectónica. El ascenso en funicular al
Monte Pilatus quedaría para una próxima ocasión porque la premura del tiempo
nos llamaba a exprimir al máximo el abanico de ciudades. De modo que
proseguimos ruta hacia Berna, ciudad que debe su nombre a los úrsidos que la
poblaban. Como capital federal hace honor a su cargo y exhibe orgullosa el Palacio Federal en cuya explanada acuden los
infantes a jugar sobre los chorros de al agua alzados al azar ante la
parsimoniosa mirada de sus satisfechos padres. A punto de sonar el carrillón de
modo puntual cómo no, los infinitos ojos rasgados provenientes de las antípodas
dispuestos a captar el baile de las figuras que entran y salen a escena a ritmo
del tiempo. La Catedral presenciando el desfile de unos soldados cumpliendo con
su servicio militar que por muy moderna
que se presente, sigue siendo obligado a varones y opcional a mujeres, en esta
nación que siempre presumió de neutral según conveniencias. Quizás por
esto Einstein la eligió como ciudad de
residencia y él calló para sí la
relatividad de su decisión. Vertebrándolo todo la calle Spitalgasse ascendiendo
lentamente desde el puente de Nydeeg en un incesante trasiego de viandantes. A
sus pies, el testimonio de la presencia del parque en el que los osos campan a sus anchas, dentro de los límites
que todo enclaustramiento conlleva aunnque sea en las orillas del Aar. Una
jaula dorada para goce de mayores y pequeños que no se plantean otro
entorno mejor para dichos animales, o si
se lo plantean, lo aceptan y silencian. La jornada llamaba a su fin y en el
camino de vuelta no pude por menos que recordar al admirado Voltaire. Seguro
que sus años de residencia helvética dejaron tanta huella como su pensamiento
ilustrado testimonia para mayor gloria de la sensatez. El silencio se hizo presente y la ruta en sentido opuesto nos esperaba al día
siguiente.
Jesús(defrijan)
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