lunes, 1 de febrero de 2016


Lucerna y Berna (capítulo IV)

Lucerna sería la siguiente parada y nada más llegar el   Puente de la Capilla recubierto de flores nos ofreció una visión de ambas riberas de la ciudad segmentada por el Reuss. Sobre el artesonado, en más de cien espacios, se nos mostraba  la historia de la ciudad y justo en su parte central,  la Torre del Agua, antiguo baluarte defensivo, presidio y sala de tortura en aquellos juicios de dios del Medievo. Un monumento al león conmemorando la muerte de mercenarios suizos en la Revolución Francesa y multitud de fachadas pintadas al fresco como si de traspantojos se vistiese el arte de la ornamentación arquitectónica. El ascenso en funicular al Monte Pilatus quedaría para una próxima ocasión porque la premura del tiempo nos llamaba a exprimir al máximo el abanico de ciudades. De modo que proseguimos ruta hacia Berna, ciudad que debe su nombre a los úrsidos que la poblaban. Como capital federal hace honor a su cargo y exhibe orgullosa el  Palacio Federal en cuya explanada acuden los infantes a jugar sobre los chorros de al agua alzados al azar ante la parsimoniosa mirada de sus satisfechos padres. A punto de sonar el carrillón de modo puntual cómo no, los infinitos ojos rasgados provenientes de las antípodas dispuestos a captar el baile de las figuras que entran y salen a escena a ritmo del tiempo. La Catedral presenciando el desfile de unos soldados cumpliendo con su  servicio militar que por muy moderna que se presente, sigue siendo obligado a varones y opcional a mujeres, en esta nación que siempre presumió de neutral según conveniencias. Quizás por esto  Einstein la eligió como ciudad de residencia y él calló para sí  la relatividad de su decisión. Vertebrándolo todo la calle Spitalgasse ascendiendo lentamente desde el puente de Nydeeg en un incesante trasiego de viandantes. A sus pies, el testimonio de la presencia del  parque  en el que los osos  campan a sus anchas, dentro de los límites que todo enclaustramiento conlleva aunnque sea en   las orillas del Aar.  Una  jaula dorada para goce de mayores y pequeños que no se plantean otro entorno mejor para  dichos animales, o si se lo plantean, lo aceptan y silencian. La jornada llamaba a su fin y en el camino de vuelta no pude por menos que recordar al admirado Voltaire. Seguro que sus años de residencia helvética dejaron tanta huella como su pensamiento ilustrado testimonia para mayor gloria de la sensatez. El  silencio se hizo presente y la ruta  en sentido opuesto nos esperaba al día siguiente.  

Jesús(defrijan)

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