Las Cuevas ( capítulo IV)
Llegaba el turno a las grutas y
por proximidad, abrió el mismo Altamira. O más bien, la réplica fidedigna de
todo cuanto aconteciese en aquella Prehistoria que tan injusta denominación
recibe. Nada es previo a lo que ya pertenece, pero no voy a entrar a debatir lo
que a todas luces es aceptado. De lo que no cupo duda alguna fue de cómo el ser
humano, por más primitivo que se considere desde la lejanía, buscó refugio
seguro y sobre él dejó huella. El legado pictórico hablaba de escenas
cotidianas de cacerías en las que el arte cinegético no sólo servía para
sustento sino que además aportaba una información sobre el sentir de aquellos
predecesores. Desde siempre ha buscado la inmortalidad más allá de la muerte y
de sus habilidades quedaba constancia en esos frescos trazados sobre las
calcáreas oquedades. Sin duda alguna querían demostrar a las generaciones
venideras un pasado que les daba forma y posiblemente no valoraron la magnitud
de su obra que ahora se nos mostraba de modo copista. Demasiado expuesto el
original a los dardos de la contaminación como para ser mostrado y semejante
capilla Sixtina cumplía sobradamente con su labor. De modo que decidimos seguir
ruta hacia Puente Viesgo, y allí, penetrar en la Cueva de las Monedas.
Intrincada gruta que convenientemente iluminada nos transportaba por pasadizos
en los que las columnas formadas con el paso del tiempo forjaban un habitáculo
que dominaba al valle. Una vez concluida la visita, allá abajo, el balneario.
Famoso hospedaje de peloteros que lo ocuparon durante algunas temporadas en el
que las aguas termales cumplieron con la
función de relax mientras el tibio sol de julio se abría paso hacia el río y
los pastos dormían enrollados en mitad de los campos. Tiempo que supuso un
paréntesis hasta llegar a las del Soplao. Allí, embarcados en un trenecito a
modo de laboriosos enanos blanconeveros, descendimos hacia la gruta que más
parecía un palacio de cristal. Contemplar la obra escultórica de las aguas
mientras sonaba el canto de los niños del coro, fue como el preludio de una
ópera en la que el fantasma estaría camuflado tras las sombras gozando de las
notas y maldiciendo su desdicha. Hermosa, muy hermosa, tanto como para imaginar
en sus inmediaciones cualquier remake de sonrisas y lágrimas más allá del
melodrama y que Cahecho corroboraría a la jornada siguiente. Quedaba tiempo
para visitar de modo fugaz San Vicente de la Barquera y degustar los
inacabables frutos marineros como cierre a una nueva jornada.
Jesús(defrijan)
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