miércoles, 10 de febrero de 2016


Las Cuevas ( capítulo IV)

Llegaba el turno a las grutas y por proximidad, abrió el mismo Altamira. O más bien, la réplica fidedigna de todo cuanto aconteciese en aquella Prehistoria que tan injusta denominación recibe. Nada es previo a lo que ya pertenece, pero no voy a entrar a debatir lo que a todas luces es aceptado. De lo que no cupo duda alguna fue de cómo el ser humano, por más primitivo que se considere desde la lejanía, buscó refugio seguro y sobre él dejó huella. El legado pictórico hablaba de escenas cotidianas de cacerías en las que el arte cinegético no sólo servía para sustento sino que además aportaba una información sobre el sentir de aquellos predecesores. Desde siempre ha buscado la inmortalidad más allá de la muerte y de sus habilidades quedaba constancia en esos frescos trazados sobre las calcáreas oquedades. Sin duda alguna querían demostrar a las generaciones venideras un pasado que les daba forma y posiblemente no valoraron la magnitud de su obra que ahora se nos mostraba de modo copista. Demasiado expuesto el original a los dardos de la contaminación como para ser mostrado y semejante capilla Sixtina cumplía sobradamente con su labor. De modo que decidimos seguir ruta hacia Puente Viesgo, y allí, penetrar en la Cueva de las Monedas. Intrincada gruta que convenientemente iluminada nos transportaba por pasadizos en los que las columnas formadas con el paso del tiempo forjaban un habitáculo que dominaba al valle. Una vez concluida la visita, allá abajo, el balneario. Famoso hospedaje de peloteros que lo ocuparon durante algunas temporadas en el que las aguas  termales cumplieron con la función de relax mientras el tibio sol de julio se abría paso hacia el río y los pastos dormían enrollados en mitad de los campos. Tiempo que supuso un paréntesis hasta llegar a las del Soplao. Allí, embarcados en un trenecito a modo de laboriosos enanos blanconeveros, descendimos hacia la gruta que más parecía un palacio de cristal. Contemplar la obra escultórica de las aguas mientras sonaba el canto de los niños del coro, fue como el preludio de una ópera en la que el fantasma estaría camuflado tras las sombras gozando de las notas y maldiciendo su desdicha. Hermosa, muy hermosa, tanto como para imaginar en sus inmediaciones cualquier remake de sonrisas y lágrimas más allá del melodrama y que Cahecho corroboraría a la jornada siguiente. Quedaba tiempo para visitar de modo fugaz San Vicente de la Barquera y degustar los inacabables frutos marineros como cierre a una nueva jornada.                                    

Jesús(defrijan)

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