lunes, 22 de febrero de 2016


Santiago de Compostela (capítulo IV)



Evidentemente el turno de Santiago llegó aquella mañana lluviosa. La Plaza del Obradoiro receptora habitual de tantos millones de peregrinos esta vez se adoquinaba de nuevas pisadas en un trasiego incesante entre los que confundirnos. Frente a nosotros el apóstol encargado de cerrar España entre cuyos muros  podían descubrirse  las mil y una leyendas que hablaban de campos estelados en pos de la fe bañados de inciensos cada veinticinco de julio. Catedral que hablaba del fin de trayecto para todos aquellos que emprendieron ruta jacobea desde todos los confines de Europa. Y allí. El abrazo como saludo protocolario mezclándose con los bastones y las conchas de vieiras como recuerdo. A sus espaldas, las dos quintanas en las que se callaban los secretos de aquellos hábitos tan habituados a emparedamientos para acallar los pecados de la carne. Y bajo uno de los pórticos, escudado tras una Fender y un bafle leve,  el guitarrista ambulante punteando a la ignorancia de quienes pasaban de largo los ritmos de un blues tan melancólico como el saudade. Discos seriados en honor a su hija y una tez cetrina que hablaba de excesos en años precedentes en pos de la movida que tantas tasas cobró. A pocas esquinas, Fonseca, y el irremediable deseo de entonar como tunos aficionados los acordes de aquella melodía arropada por bandurrias y panderetas. Más allá, sentado a modo de espectador privilegiado, Valle-Inclán, entre los rosales que tendían una alambrada de pétalos a una nueva vista de las torres. Y próximas a todo, ellas dos, las dos Marías,  Maruxa y Coralia. Populares personajes que en épocas de dominio del gris en todos los aspectos decidieron darle riendas sueltas a sus atuendos coloridos y con ellos buscar el acomodo del flirteo. Tal intensidad supone su recuerdo que hoy en día el pueblo de a pie las suele vestir con vivos colores a pincel para tenerlas presentes. Un último tránsito hacia los cobres en los que el pulpo dejaba durezas y tomaba sabores y la inevitable añoranza de Andrés do Barro que volvía a poner en marcha a un tren para darle vida a las estaciones de la juventud tan lejana como próxima. A base de  Golpes Bajos decidimos regresar y concluir el día con un paseo por la Lanzada sabiendo que el atardecer se cerniría sobre el fin de la Tierra que durante tantos siglos se le supuso a Galicia. Las circunstancias caprichosas varios meses después nos llevaron de nuevo a esta esquina del mapa y sumamos a todas las postales, los castros de Boiro y las atalayas marinas desde las que despedir en A Pobra do Caramiñal. Habrá que regresar para refrescar la memoria y completar el álbum  

                    

              Jesús(defrijan)

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