jueves, 2 de febrero de 2017

Justine


Solamente mencionar el título abre un abanico de posibilidades a la imaginación de todo aquel que ha oído hablar de dicha novela. Efectivamente es lo que se presume que es y más. Una novela de excesos en la que los caminos de la virtud se asfaltan de los más abyectos guijarros para dar cumplida cuenta de aquellos en su transitar por las páginas. Una mente capaz de recrearse en los límites del placer que busca en ellos mismos la renuncia a cualquier dictamen moral que no provenga de las leyes de la naturaleza. Pareciera que la incesante rebelión hacia los designios de la divinidad va más allá de la lujuria de la que se reviste a cada capítulo. Una bajada a los infiernos desde los cuales comprobar el precio que supone cumplir con los dogmatismos teocráticos que buscan equilibrios sensoriales quien sabe si para sometimiento de sus súbditos o goces propios. Constantes reflexiones en los que la filosofía libertina intenta poner en el haber el derecho  y en el debe la penitencia. Y todo ello desde un afilado acero contra aquellos que ostentan los púlpitos de la virtud escondiendo sus maldades para beneficio propio. Ella, la inocente Thérèse, convertida en una bola rodante a lo largo de los capítulos interrogándose sobre el verdadero sentido de sus creencias que a cada paso son cuestionadas por los crápulas que las destierran de sus conciencias. Ellos y ellas, abominables seres, contrapuntos sobre los que trazar renglones de ignominias, dando fe de una visión mundana hasta más allá de los límites. Por un momento vienen a tu mente esas novelas posteriores en las que se camuflan bajo tonos rosas psicologías enfermas y no puedes dejar de sonreír con una mueca como máscara. Libertinos de altas cimas que necesitan autocensurarse con traumas no demasiado claros vividos en sus previos para confesarse ante  las ávidas almas y buscar reconciliaciones grupales. ¡Ay de aquellos que sólo vean en esta novela lujuria sin frenos! Seguirán pensando que un marqués decidió poner sobre la mesa todos los límites sobrepasados y con ello se reconfortarán. Quizás si hurgan en la lectura detenidamente verán que una vuelta al mundo clásico se plantea como renuncia a planteamientos catecúmenos. ¡Quién sabe si  el ágora se quedó desprovista de librepensadores hace tanto que ya no hay solución ni vuelta atrás! La lucha entre el bien y el mal sigue siempre los designios de quienes son capaces de catalogarlos para así controlar y someter voluntades que quizás nacieron sin bridas. Supongo que temiendo el repudio general, el final de la obra es tan correcto como las buenas costumbres, incluso hoy en día, lo exigen, premian y aplauden. 

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