miércoles, 15 de febrero de 2017


Chicago

Tiene su aquel el intentar traer a las inmediaciones del Mediterráneo un musical que transcurre a unos cuantos meridianos hacia el oeste. Tiene su aquel que sobre el escenario se acomoden once músicos virtuosos y se parapeten tras las partituras para llevarnos a los otrora famosos clubs de jazz. Lo tiene, vaya si lo tiene, y vaya si se agradece para una tarde sabatina y climatológicamente adversa. Sobre todo si nada más comenzar la representación percibes que los sones emitidos por los metales con sordina y sin ella conjugan perfectamente con el argumento en el que las ambiciones de las aspirantes a estrellas del musical salen a batirse. Entre los espectadores nacerá la complicidad hacia el consentidor marido que todo lo perdona y de la sonrisa se hará barrera hacia el daño. Del abogado corrupto nada te sorprenderá por ser inherente a la época en la que todo chanchullo es bien visto con tal de que la ley lo permita. De la madame custodia de divismos harás réplica para poner rostro a todas aquellas capaces de venderse al mejor postor para seguir medrando. Y todo te parecerá tan real que ni siquiera te darás cuenta de la atemporalidad de la representación. Pentagramas sobre los que el banjo dará paso a la batería y entre los que la batuta oficiará como mosén preconciliar de espaldas a los inmóviles y presenciales que les escuchamos absortos. Un Chicago Piccolo sobre el que desparramar bourbon de ritmos destilado en la clandestinidad de las tardes de ensayos para deleite de quienes sabemos valorar el directo. Pareciera como si por momentos fuese a aparecer la bofia con Eliot Ness y cumplir con su misión arrestándonos a todos por cómplices de semejante espectáculo. Allí, en esta tarde noche de sábado inclemente, el buen hacer superaba leyes secas y se dejaba arrastrar hacia las corcheas de la historia. Una historia, por cierto, real en la que un asesinato acaba desembocando en una hilarante sucesión de capítulos periodísticos para goce de los lectores ávidos de adrenalinas. Y como tantas veces sucede, la representación real, superando a la trama real del acontecimiento. Años locos en los que el ritmo avivó las noches para aligerar los duelos que vendrían después. Hora y media de disfrute que mereció, y mucho, la pena. Un deleite para los espectadores y para aquellos que amamos el vivo sobre las tablas cuando lo protagoniza la verdad y sapiencia del buen hacer.

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