Chicago
Tiene su aquel el intentar traer a las inmediaciones
del Mediterráneo un musical que transcurre a unos cuantos meridianos hacia el
oeste. Tiene su aquel que sobre el escenario se acomoden once músicos virtuosos
y se parapeten tras las partituras para llevarnos a los otrora famosos clubs de
jazz. Lo tiene, vaya si lo tiene, y vaya si se agradece para una tarde sabatina
y climatológicamente adversa. Sobre todo si nada más comenzar la representación
percibes que los sones emitidos por los metales con sordina y sin ella conjugan
perfectamente con el argumento en el que las ambiciones de las aspirantes a
estrellas del musical salen a batirse. Entre los espectadores nacerá la
complicidad hacia el consentidor marido que todo lo perdona y de la sonrisa se
hará barrera hacia el daño. Del abogado corrupto nada te sorprenderá por ser
inherente a la época en la que todo chanchullo es bien visto con tal de que la
ley lo permita. De la madame custodia de divismos harás réplica para poner rostro
a todas aquellas capaces de venderse al mejor postor para seguir medrando. Y
todo te parecerá tan real que ni siquiera te darás cuenta de la atemporalidad
de la representación. Pentagramas sobre los que el banjo dará paso a la batería
y entre los que la batuta oficiará como mosén preconciliar de espaldas a los
inmóviles y presenciales que les escuchamos absortos. Un Chicago Piccolo sobre
el que desparramar bourbon de ritmos destilado en la clandestinidad de las
tardes de ensayos para deleite de quienes sabemos valorar el directo. Pareciera
como si por momentos fuese a aparecer la bofia con Eliot Ness y cumplir con su
misión arrestándonos a todos por cómplices de semejante espectáculo. Allí, en
esta tarde noche de sábado inclemente, el buen hacer superaba leyes secas y se
dejaba arrastrar hacia las corcheas de la historia. Una historia, por cierto,
real en la que un asesinato acaba desembocando en una hilarante sucesión de capítulos
periodísticos para goce de los lectores ávidos de adrenalinas. Y como tantas
veces sucede, la representación real, superando a la trama real del
acontecimiento. Años locos en los que el ritmo avivó las noches para aligerar
los duelos que vendrían después. Hora y media de disfrute que mereció, y mucho,
la pena. Un deleite para los espectadores y para aquellos que amamos el vivo
sobre las tablas cuando lo protagoniza la verdad y sapiencia del buen hacer.
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