Juegos malabares
No podía resistirme y no me resistí. Sabía que había corrido como la
pólvora la noticia de la presencia de un “tigre” en las inmediaciones de la Avenida de
Francia. Que se había alertado a la policía sobre la “peligrosidad” del animal.
No hizo falta más que el acicate de la curiosidad y la disponibilidad de Margaret,
mi compañera Margaret, para pedaleando llegar a ellos. Tras esperar paciente al fin
de su mínima actuación sobre el paso de cebra parpadeante en rojo, comenzamos a
charlar. No son el prototipo de indigentes de los que todos huyen y a los que
todos lastimean, no. Son sencillamente
dos almas libres que han emprendido un viaje en el que los destinos se
trazan día a día sin otras pretensiones
que las de hacer juegos malabares con su propia existencia. Ni rinden cuentas
ni están dispuestos a someterse a las reglas en una sociedad que no les llena,
no les convence y quién sabe si no les ha negado el derecho a ser libres y
diferentes. Tras unos carros de acero y con la compañía de dos canes
silenciosos muestran sus habilidades a modo de metáfora a quien quiera
contemplarlos, aplaudirlos, gratificarlos. Dueños absolutos de sus tiempos cuyas
aspiraciones moran bien lejos de las de los comunes vestidos de grises
interiores. Saben que la precariedad no viene de la no tenencia, sino más bien
del acaparamiento de inutilidades que nos anclan a lo innecesario. Miran de
soslayo y sonríen. Uno no parece extrañar a su Cartagena natal a la que Pérez
Reverte ya calificase como hijo suyo. El otro no parece extrañar a su
Valladolid que no le ofrecía horizontes azules marinos a los que subirse y soñar.
No mendigan; actúan. Y como pago suelen recoger las miradas de desprecio de
quienes ni siquiera les miran avergonzados al reconocerse aprendices sin valor.
Ellos van sobrados de ello. Claman entre risas por la posibilidad de conseguir ropa
de repuesto que supla a la que les fue robada mientras dormían en las arenas. No acusan a nadie de la pérdida porque el robo
no lo contemplan como opción. Acarician al tigre como si entre los pliegues
rayados del peluche anidase la esperanza de la utopía. Nada temen porque nada
les acobarda. Hace tiempo que desanclaron su travesía y quién sabe cuándo la
darán por concluida. No os confundáis con ellos. Nada de lo que os predisponga frente
a ellos será tan real como ver en sus miradas el manuscrito del liberto de sus
propias cadenas. Uno, Rubén; el otro,
Emilio. Comparten espacios y saben que le deben al tigre parte de su fama. Ante
él se rinden y en mitad de sus rugidos lanzan al viento sus manos para ofrecernos
a todos las habilidades que solamente los osados se atreven a mostrar.
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