El papel higiénico
Sobre ese lienzo se esconde, o se muestra, según se mire, la cara oculta
de nuestro cuerpo. Las antípodas físicas de la ingestión situadas a popa han
sido desde siempre objeto de escarnio por más que supongan la escapatoria hacia
la libertad de lo innecesario. De modo que por consuelo último, la pátina celolósica
actúa como estandarte de despedida y
cierra el ciclo, con un poco de suerte, a diario. Bien, hasta aquí, nada nuevo a lo ya sabido. A
lo sumo recordar aquellos títulos que tantas veces nos lijaron y que tanto
perduran en nuestra memoria, supondrá un homenaje a dichos cilindros
incompletos que tanto lustre dieron a lo inmundo. El Elefante, envuelto en su
celofán amarillento, santo y seña de aquellos momentos de soledad, sería el
claro ejemplo de lo que digo. Posteriormente sería relegado por tisús almibarados
a los que el perro juguetón desenrollaba por los pasillos proclamando
suavidades y la cosa cambió a peor. Dejaron de tener ese aspecto marcial, ese
taco casi estrácico y no hubo vuelta atrás. Hasta el punto de desembocar en la
más absoluta de las pijadas que pudieran imaginarse. El rico suele hacer gala
de su poderío siguiendo los dictados de Warhol y se ha emprendido una caída rodante de consecuencias
imprevisibles. De acuerdo, ser rico significa, demostrar a los demás que lo
eres. Nada de acumular riquezas sin sacarlas a la luz. De poco serviría como
estímulo al ego si no se lucen. Ahora bien, sobrepasar el límite y reemplazar
el papel higiénico habitual por billetes de quinientos, es un exceso, incluso
para el más pijo de los pijos. Horteras con innumerables ceros en sus cuentas bancarias
que han decidido convertir los inodoros en huchas putrefactas e indigestas,
jamás pensé que existieran. No quiero ni imaginarme el tipo de menús que han
provocado semejantes desarreglos gástricos. Me temo que lo más chic se instaló
en esos cuartos oscuros y sospecho que el oro recubrirá las lozas para hacer
juego. Sospecho que ni recuerdan aquella vez en la que el apretón les llevó a la letrina sin percatarse de la
ausencia auxiliadora del pliego necesario. Quién sabe si a partir de entonces
decidieron llevar de modo permanente algún fajo de billetes por si acaso.
Seguro que empezaron por los de mil pesetas, siguieron con los de cinco mil,
cambiaron a los de cien euros y de ahí hasta el tope de existencias. Hay culos
que no merecen peores lijas, debieron deducir. Lo que no dejo de pensar, lo que
de verdad me inquieta es el hecho de desconocer el motivo que provocó tal
desarreglo. No creo que fuese el temor a ser descubiertos defraudando al fisco,
no. Ni creo que fuese la mala lectura de alguna revista con caché en aquel
receptáculo. Ni creo que intentasen ocultar pruebas de procedencias, no, no lo
creo. Porque si creyese en todo esto solo me quedaría el consuelo de mirar
lastimosamente al rollo que paciente espera mi visita mientras leo y me despido
de lo inservible. Voy a ver si consigo
rollos de billetes de quinientos falsos para comprobar qué se siente cuando uno
se sienta y espera. Debe ser alucinante.
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