miércoles, 20 de septiembre de 2017


El papel higiénico



Sobre ese lienzo se esconde, o se muestra, según se mire, la cara oculta de nuestro cuerpo. Las antípodas físicas de la ingestión situadas a popa han sido desde siempre objeto de escarnio por más que supongan la escapatoria hacia la libertad de lo innecesario. De modo que por consuelo último, la pátina celolósica actúa como estandarte de  despedida y cierra el ciclo, con un poco de suerte, a diario.  Bien, hasta aquí, nada nuevo a lo ya sabido. A lo sumo recordar aquellos títulos que tantas veces nos lijaron y que tanto perduran en nuestra memoria, supondrá un homenaje a dichos cilindros incompletos que tanto lustre dieron a lo inmundo. El Elefante, envuelto en su celofán amarillento, santo y seña de aquellos momentos de soledad, sería el claro ejemplo de lo que digo. Posteriormente sería relegado por tisús almibarados a los que el perro juguetón desenrollaba por los pasillos proclamando suavidades y la cosa cambió a peor. Dejaron de tener ese aspecto marcial, ese taco casi estrácico y no hubo vuelta atrás. Hasta el punto de desembocar en la más absoluta de las pijadas que pudieran imaginarse. El rico suele hacer gala de su poderío siguiendo los dictados de Warhol y se ha emprendido  una caída rodante de consecuencias imprevisibles. De acuerdo, ser rico significa, demostrar a los demás que lo eres. Nada de acumular riquezas sin sacarlas a la luz. De poco serviría como estímulo al ego si no se lucen. Ahora bien, sobrepasar el límite y reemplazar el papel higiénico habitual por billetes de quinientos, es un exceso, incluso para el más pijo de los pijos. Horteras con innumerables ceros en sus cuentas bancarias que han decidido convertir los inodoros en huchas putrefactas e indigestas, jamás pensé que existieran. No quiero ni imaginarme el tipo de menús que han provocado semejantes desarreglos  gástricos. Me temo que lo más chic se instaló en esos cuartos oscuros y sospecho que el oro recubrirá las lozas para hacer juego. Sospecho que ni recuerdan aquella vez en la que el apretón  les llevó a la letrina sin percatarse de la ausencia auxiliadora del pliego necesario. Quién sabe si a partir de entonces decidieron llevar de modo permanente algún fajo de billetes por si acaso. Seguro que empezaron por los de mil pesetas, siguieron con los de cinco mil, cambiaron a los de cien euros y de ahí hasta el tope de existencias. Hay culos que no merecen peores lijas, debieron deducir. Lo que no dejo de pensar, lo que de verdad me inquieta es el hecho de desconocer el motivo que provocó tal desarreglo. No creo que fuese el temor a ser descubiertos defraudando al fisco, no. Ni creo que fuese la mala lectura de alguna revista con caché en aquel receptáculo. Ni creo que intentasen ocultar pruebas de procedencias, no, no lo creo. Porque si creyese en todo esto solo me quedaría el consuelo de mirar lastimosamente al rollo que paciente espera mi visita mientras leo y me despido de lo inservible.  Voy a ver si consigo rollos de billetes de quinientos falsos para comprobar qué se siente cuando uno se sienta y espera. Debe ser alucinante.   

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