viernes, 29 de septiembre de 2017


Referéndum



Si la memoria no me falla, creo que fue a mediados de diciembre de mil novecientos sesenta y seis. Franco, sí, sí, Franco, decidió solicitar el voto a su propuesta mediante la cual se nombraría sucesor en la Jefatura del Estado al hasta entonces desconocido príncipe Juan Carlos de Borbón. Las hemerotecas darán más información sobre tal efemérides y las consecuencias posteriores de tal decisión. Así que me voy a centrar en lo que aquella jornada supuso en nosotros y nosotras, púberes en edad escolar, carentes de cualquier información que no fuese más allá que la meramente deportiva. Oíamos a nuestros mayores hablar de la obligatoriedad de ir a votar y por supuesto dábamos por válido el resultado que se adivinaba sin necesidad de recuentos. De modo que  aquel día, al estar la escuela ocupada por la urna, la didáctica dejó paso a los votos. Como no era cuestión de andar pululando de nido en nido o de era en era, don Emilio el cura logró convertirnos en arqueólogos y bajo las órdenes de su hermano Félix, a la sazón ingeniero de minas, nos encaminamos hacia las Vistillas. En aquellas rocas que fueron riberas de pantanos pleistocénicos , los fósiles nos estaban esperando. En una carrera desenfrenada por aportar cualquier vestigio al baúl contenedor, cualquier piedra pasaba a ser un amonite o trilobite. Poco importaba si cientos de metros más arriba se decantaban las voluntades de todos hacia la voluntad del mismo. La unanimidad era la prueba más palpable de un camino común emprendido por quienes buscaban una unidad de destino en lo universal. Nosotros, a lo nuestro. Venga a rescatar del farallón huellas del pasado. Los dinosaurios camparon a sus anchas y la prehistoria parecía eternizarse en las cercanías de Chorro.  El goce vuestro estaba en colaborar con una misión inimaginable vísperas de una Navidad que volvería a ser blanca. De hecho, entre las umbrías de los atajos, el musgo nos esperaba para completar  el belén. La jornada fue lo suficientemente soleada como para no necesitar demasiados abrigos y el agua de la fuente de Santiago discurría tan fresca como de costumbre. Aún perduraba el aroma a espliego destilado en la curva inmediata y la tarde llegó tras el encendido de las luces que Pompeyo ejecutó como de costumbre. Nada cambiaba porque nada debía cambiar. El recuento fue tan rápido como aplastante el resultado. Dábamos, o mejor, daban, rendición y pleitesía a una sucesión que pronto demostraría la pasta de la que estaba hecha. Nosotros, ajenos a los tejemanejes, volvimos a colocar las cuatro piedras en la carretera. Un nuevo partido de fútbol  estaba a punto de comenzar y no era aceptable ningún retraso. El bocadillo de chocolate Josefillo tiempo hacía que había desaparecido. No recuerdo qué equipo ganó. Poco importaba cuando la revancha volvería a ofrecerse al día siguiente. Los dinosaurios volvieron a descansar tranquilos y la vida siguió su curso.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario