El tigretón
Me
produce cierta ternura este animal mitad cebra, mitad león. Es como si la
naturaleza hubiese decidido bromear con los genes y le hubiese puesto un pijama
al felino rey de la selva. Nada más desolador que verlo postrado a los pies a
modo de alfombra con la mínima compasión por parte de quien lo divisa y todos
los parabienes para quien lo mandó al taxidermista. Penoso, sin duda. Por eso
cuando me cruzo con alguno aborrezco a Sandokán por no haber encontrado mejor
diversión que despanzurrar al pobre animal que solamente intentaba preservar su
espacio en la jungla. De hecho, aquella vez que en mitad de la pista y a los
sones de la salsa, justo encima del escenario, apareció su silueta albina,
recobré la paz. Estaba situado a modo de esfinge sobre el horizonte de las
miradas en aquello que otrora fuera el cine Triunfo. Y allí se erigía como
dominador de ausencias y dueño de los temores que sus colmillos aventuraban.
Pasó la noche, pasó el tiempo y la fortuna me llevó a reencontrarlo en el “taller”
de reparaciones ciclistas que bordea la vereda diestra del parque fluvial con
dirección a Villamarxant. Seguía esbelto y no tuve el valor suficiente como
para preguntar cómo había acabado allí. No, no era por miedo al tigre; más bien
la reserva ante semejante lugar me hizo ser prudente y continué mi viaje. Hasta
el sábado pasado. Circular por el carril bici en la Avinguda dels Tarongers y
descubrir su perfil recostado sobre el fondo del tanatorio fue todo uno.
Descansaba bajo las sombras de una acacia que daba cobijo al malabarista
poseedor de un atrezo dispuesto a la actuación ante el semáforo en rojo. Creo
que no me reconoció. Pero pude descubrir la cara de asombro de los conductores
que le dieron vida mientras los gritos emocionados de los asientos traseros
aplaudían a rabiar. Nunca se podrían haber imaginado que una de sus mascotas
hubiese cobrado vida a la espera del fin de una actuación que ignoraban.
Aplausos nerviosos y rictus de incredulidad dieron paso a la noticia que fue
corriendo como la pólvora. Alguien, lector avezado de Salgari, sin duda, llamó
a la autoridad y poco tardaron en dar testimonio de semejante captura. Según
cuentan, desolado, el clown vagó por la noche de taberna en taberna calmando su
desdicha y abandono. Había sido privado de su única compañía en pos de un temor
que se demostró irreal. Sueño con volver a
encontrármelo y seguir sus huellas. Nada es más imprevisible que la
propia vida cuando la paranoia se entrecruza con ella. Esta vez, os lo aseguro,
dejaré constancia de su lozanía. Por si acaso ha recobrado la ferocidad
mantendré la distancia, incluso con el malabarista.
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