viernes, 23 de febrero de 2018


1. Anna Gabriel



Reconozco que una de mis debilidades es la de ponerme en la piel de los perseguidos, perdedores, acusados. Reconozco que los cambios que antes me producían desazón, ahora los acojo con gusto, les doy la bienvenida y me resultan atractivos. Reconozco tantas cosas que a veces ni yo mismo me reconozco cuando regreso al ayer inmediato en un intento de reconvertir mis pobres postulados. Por eso he tenido que hacer un esfuerzo más intenso de lo habitual para comprobar que efectivamente, era ella, Anna, Anna Gabriel quien aparecía a través de las páginas con un nuevo look. Y a la sorpresa inicial le ha seguido una serie innumerable de interrogantes desde la presunción del ignorante que desconoce su forma de ser. Si el radical cambio estético busca la aprobación exterior a unos postulados aquí perseguidos, pase. Cada cual es muy libre de intentar contentar al aliado que aún no lo acaba de tener claro para ponerse de nuestra parte. Pero si el cambio a modismo europeo esconde una serie de renuncias basadas en la imagen, mal asunto. Puedo asegurar que no me movía a aplaudir la apariencia anterior que parecía venida de una casa recién ocupada y desalojada a la fuerza. Pero tenía su aquel, su gracia, su instantánea revolucionaria que el flequillo presidía. Era como si le fuera negando paso a la gorra verde espoloneada por una estrella roja pentapunteada llegada de oriente o del Caribe. Era, santo y seña de un modo de reivindicar lo que para otros es una salida de tono y para los unos un acto de justicia histórica. Ese paso hacia la urna expuesta sobre la tribuna, enfundada en unos vaqueros raídos, con una camiseta propagandística como armadura, ha quedado atrás, por lo que parece. Y si así ha sido, el fígaro asesor de semejante melena, ha debido medir muy bien los pasos, imagino. Se me hace difícil recordar una imagen de Fidel Castro afeitado, de Mao Tse Tung con traje de Armani, de Evita Perón en chándal o de Marilyn Monroe morena. La imagen cuenta, vaya si cuenta como prefacio a los postulados que la acompañaron en aquella primera ocasión. Puede que a partir de ahora, estimada Anna, todo lo que diga tenga que superar un muro de distracción ante la melena que nadie reconoce, que parece salida de una sesión de toga setentera. Si algún asesor helvético se ha venido arriba, hágale caso omiso de aquí en adelante. Pase de formalismos. En un país tan acostumbrado a hacer la vista gorda no creo que tenga demasiados problemas con ser reconocida por lo que era y suponemos sigue siendo. Vuelva a la apariencia que la llevó al escaño y luego, ya decidirá qué hacer con su futuro. Las luchas se ganan lentamente y, no se engañe, la primera estocada no pude ser hacia sí misma. En el momento en que suene a cambio, su cambio se percibirá como derrota. Particularmente a mí me resulta más elegante ahora que antes; pero yo no soy quien ha de juzgar sus actos más allá de una simple apreciación estética. Piénselo. No me puedo creer que en Suiza no haya peluquerías acordes a sus ideales, por muy calvinistas que sean.    

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