lunes, 19 de febrero de 2018


Lidia Piqueras


Por más tiempo que transcurra su imagen sigue situándose en la esquina de la calle de la Iglesia, girando hacia la carretera, camino de la huerta. Sobre el mulo blanco, un perro vigilante y sobre sus pasos, la inocencia acompañándola. Sabía que su carga por onerosa e injusta que fuese le correspondía y ante ella nada objetaba y todo lo asumía. La parada obligatoria a la búsqueda del mínimo consuelo que una pastilla proporcionaba a su inseparable Manolo le aportaba ese punto de resignación ajeno a la lástima. Era como si un estandarte de fortaleza hubiese sido desplegado sobra la albarda y de su moño anudado sobre la nuca el revestimiento grisáceo diese las oportunas consignas a la fortaleza. Nunca la vi derramar una sola lágrima ante la desdicha. Su firmeza se asentaba en el convencimiento de saberse superior a toda la adversidad que había tomado como rehén a su primogénito. Tres días de cordura hasta que el infortunio se despiadó y lo mandó al margen que la incordura solicitaba no lograron jamás doblegarla. Crescencio asumió su papel de silente compañero y situó su sombra a la sombra de quien lucía como armadura un mandil defensor. Nadie le tuvo lástima porque no era merecedora de ella. Ni siquiera cuando el infortunio decidió dar una nueva vuelta de tuerca y arrebatarle al pilar de sus esperanzas, mostró desánimo. No he visto a nadie más feliz ejerciendo de reina maga en pleno verano ante la inmediata llegada de sus nietos. Todo le parecía poco y sin embargo en ella residía el mejor de los regalos. De la calle de Espada sigue llegando el lastimero llanto de Manolo mientras en dolor de muelas buscaba un hueco de atención en aquel pañuelo a cuadros que le servía de máscara compasiva. Ella, Lidia, sigue siendo el referente para todos aquellos que la conocimos y que sabemos que el auténtico valor del ser humano se viste de pieles semejantes. Ella, como tantas ellas, dejó claro el ejemplo de lo que significa la palabra sacrificio, entrega, dedicación. La última vez que la vi fue en la cola del frutero sabatino. Hablaba de cuánto le gustaría ver a su vástago Manolo atendido en una residencia cuando ella ya no estuviese a su lado. No hizo falta suplicar demasiado al destino. Por una vez, sólo por una vez, se mostró compasivo con ella. Cada vez que visito los silencios de los mármoles alineados paso delante de ella y soy incapaz de permanecer mudo ante su mirada. Parece estar diciendo lo que no es necesario repetir. La oigo y prosigo mi camino buscando ser un ejemplo que siempre será peor que la muestra que dejó.    

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