Lidia Piqueras
Por más tiempo que transcurra su imagen sigue situándose en la esquina
de la calle de la Iglesia, girando hacia la carretera, camino de la huerta.
Sobre el mulo blanco, un perro vigilante y sobre sus pasos, la inocencia acompañándola.
Sabía que su carga por onerosa e injusta que fuese le correspondía y ante ella
nada objetaba y todo lo asumía. La parada obligatoria a la búsqueda del mínimo
consuelo que una pastilla proporcionaba a su inseparable Manolo le aportaba ese
punto de resignación ajeno a la lástima. Era como si un estandarte de fortaleza
hubiese sido desplegado sobra la albarda y de su moño anudado sobre la nuca el
revestimiento grisáceo diese las oportunas consignas a la fortaleza. Nunca la
vi derramar una sola lágrima ante la desdicha. Su firmeza se asentaba en el
convencimiento de saberse superior a toda la adversidad que había tomado como
rehén a su primogénito. Tres días de cordura hasta que el infortunio se
despiadó y lo mandó al margen que la incordura solicitaba no lograron jamás
doblegarla. Crescencio asumió su papel de silente compañero y situó su sombra a
la sombra de quien lucía como armadura un mandil defensor. Nadie le tuvo
lástima porque no era merecedora de ella. Ni siquiera cuando el infortunio
decidió dar una nueva vuelta de tuerca y arrebatarle al pilar de sus esperanzas,
mostró desánimo. No he visto a nadie más feliz ejerciendo de reina maga en
pleno verano ante la inmediata llegada de sus nietos. Todo le parecía poco y sin
embargo en ella residía el mejor de los regalos. De la calle de Espada sigue
llegando el lastimero llanto de Manolo mientras en dolor de muelas buscaba un
hueco de atención en aquel pañuelo a cuadros que le servía de máscara
compasiva. Ella, Lidia, sigue siendo el referente para todos aquellos que la
conocimos y que sabemos que el auténtico valor del ser humano se viste de
pieles semejantes. Ella, como tantas ellas, dejó claro el ejemplo de lo que
significa la palabra sacrificio, entrega, dedicación. La última vez que la vi
fue en la cola del frutero sabatino. Hablaba de cuánto le gustaría ver a su
vástago Manolo atendido en una residencia cuando ella ya no estuviese a su lado.
No hizo falta suplicar demasiado al destino. Por una vez, sólo por una vez, se
mostró compasivo con ella. Cada vez que visito los silencios de los mármoles
alineados paso delante de ella y soy incapaz de permanecer mudo ante su mirada.
Parece estar diciendo lo que no es necesario repetir. La oigo y prosigo mi
camino buscando ser un ejemplo que siempre será peor que la muestra que dejó.
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