Títulos
Nada, no
hay manera, de nada sirve estar en la era digital. Cuando se trata de acreditar
algo, o tienes el título correspondiente, o de nada sirve la base digital que
lo acredita. Es como si el tiempo no hubiera pasado y nos situara constantemente
en años pretéritos. En mitad de aquel despacho con aires castellanos, de mesa
recia, de butaca señorial, de cretonas en las cortinas y de flexos cabizbajos,
allí, allí sí que lucían en todo su esplendor. Los modos dejaron en semejantes habitaciones
un halo de alcanfor y con ello las paredes recobraron su inmaculada desnudez.
Fueron ocupadas por fotografías más o menos acertadas, más o menos enmarcadas.
Fueron revestidas por litografías de dudoso gusto que hablaban del gusto dudoso
de quien las eligió. En el mejor de los casos, algún papiro recordatorio de un
viaje, alguna máscara, o qué se yo, cualquier aditivo que le diese vida. Pero
los títulos, no. Pasaron al rincón del olvido, al tálamo funerario cilíndrico y
quizá emprendieron ruta hacia otro lugar de residencia. Perdieron la prestancia
que en su día tuvieron y fueron muriendo de gloria tras la firma ignorada de la
autoridad académica o política que les daba fe. Todo previsible, todo acelerado,
todo moribundo. Hasta que por arte de requerimiento son solicitados urgentemente y entonces comienza la desmemoria
a hacer de las suyas. ¿Dónde están?, ¿quién los guardó por última vez?, ¿por
qué fueron arrancados de sus marcos que servían de puerto visible ante posibles
naufragios?. Una batería de dudas que
vienen a convertirse en verdugos ante la inminencia de su exilio. No hay
posibilidad alguna de escapatoria y le das cien mil vueltas formando un círculo
vicioso que sigue añadiendo congoja. Anudas a san Honorato advirtiéndole de tus
dotes de sádico y esperas. Esperas tan poco tiempo que revuelves por enésima
vez los cajones en los que las bolsas de papel se han ido almacenando como si
esperasen ser devueltas o envueltas. Nada, ni por lo más remoto del mundo,
aparecen. Te entristece pensar que nada te avala ante el tribunal que exige la
prueba palpable de tu crédito y entonces tiras la toalla. A punto de la desesperación,
¡eureka, han aparecido!. El santo temió por su criptorquidia forzada y salió en
tu auxilio. Por fin diste con ellos. Los recopilas, los abrazas y de pronto te
das cuenta que son aquellos que empezaron la lista y que nadie recordaba.
Dieciséis años ahí atestiguados. Sonríes, dejas de buscar y prometes
enmarcarlos nuevamente. Todo lo que vino después tampoco fue tan importante.
Así que lo mejor será que sigan los no aparecidos en su reclusión cuanto tiempo
quieran. Si no quieren mostrarse será porque tampoco se consideran tan
necesarios.
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