jueves, 15 de febrero de 2018


Títulos
Nada, no hay manera, de nada sirve estar en la era digital. Cuando se trata de acreditar algo, o tienes el título correspondiente, o de nada sirve la base digital que lo acredita. Es como si el tiempo no hubiera pasado y nos situara constantemente en años pretéritos. En mitad de aquel despacho con aires castellanos, de mesa recia, de butaca señorial, de cretonas en las cortinas y de flexos cabizbajos, allí, allí sí que lucían en todo su esplendor. Los modos dejaron en semejantes habitaciones un halo de alcanfor y con ello las paredes recobraron su inmaculada desnudez. Fueron ocupadas por fotografías más o menos acertadas, más o menos enmarcadas. Fueron revestidas por litografías de dudoso gusto que hablaban del gusto dudoso de quien las eligió. En el mejor de los casos, algún papiro recordatorio de un viaje, alguna máscara, o qué se yo, cualquier aditivo que le diese vida. Pero los títulos, no. Pasaron al rincón del olvido, al tálamo funerario cilíndrico y quizá emprendieron ruta hacia otro lugar de residencia. Perdieron la prestancia que en su día tuvieron y fueron muriendo de gloria tras la firma ignorada de la autoridad académica o política que les daba fe. Todo previsible, todo acelerado, todo moribundo. Hasta que por arte de requerimiento son solicitados  urgentemente y entonces comienza la desmemoria a hacer de las suyas. ¿Dónde están?, ¿quién los guardó por última vez?, ¿por qué fueron arrancados de sus marcos que servían de puerto visible ante posibles naufragios?.  Una batería de dudas que vienen a convertirse en verdugos ante la inminencia de su exilio. No hay posibilidad alguna de escapatoria y le das cien mil vueltas formando un círculo vicioso que sigue añadiendo congoja. Anudas a san Honorato advirtiéndole de tus dotes de sádico y esperas. Esperas tan poco tiempo que revuelves por enésima vez los cajones en los que las bolsas de papel se han ido almacenando como si esperasen ser devueltas o envueltas. Nada, ni por lo más remoto del mundo, aparecen. Te entristece pensar que nada te avala ante el tribunal que exige la prueba palpable de tu crédito y entonces  tiras la toalla. A punto de la desesperación, ¡eureka, han aparecido!. El santo temió por su criptorquidia forzada y salió en tu auxilio. Por fin diste con ellos. Los recopilas, los abrazas y de pronto te das cuenta que son aquellos que empezaron la lista y que nadie recordaba. Dieciséis años ahí atestiguados. Sonríes, dejas de buscar y prometes enmarcarlos nuevamente. Todo lo que vino después tampoco fue tan importante. Así que lo mejor será que sigan los no aparecidos en su reclusión cuanto tiempo quieran. Si no quieren mostrarse será porque tampoco se consideran tan necesarios.

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