Inés Martínez
Lo primero que nos llama
la atención cuando traspasamos la puerta es su sonrisa. Allí, como agazapada
tras el mostrador, custodiando los tonos que la huerta ofrece, se sitúa,
orienta, gobierna y sonríe. A su derecha, la estantería acristalada y pudorosa reserva
lo que del horno ha surgido como si quisiera refugiarse del frío alargando su
calor. Tras ella, el mural rojizo sobre el que diseminar las numeraciones anticipadoras
de fortuna a aquellos que sueñan con la fortuna. A su frente, como dispuestos
en un falso azar, aquellos frutos que se sabrían olvidados en cualquier otro
rincón que les provocase la lejanía de su manos. Sobre su coleta azabache, las
pasas amarillas colgadas rezumando sabor a islas afortunadas a la vez que las
cuerdas ejercen de escaleras equilibradas. Más a su izquierda los secos apilados
en urnas plastificadas como recordatorios de cunas tan lejanas como añoradas.
El resto del espacio, para el resto de los que espaciamos los minutos a la espera
de chocarnos con su sonriente carta de presentación. Se sabe protegida tras la
armadura multicolor que la distingue como Sherezade de este cuento repetido en
las noches de insomnio que Karem le proporciona. Nada se le resiste porque la
constancia la tomó como modelo. Nada la perturba porque sabe mirar de frente a
quien de frente va. Nada se le antepone al egoísmo que en ella no tiene cabida
y al que rechaza como la peor de lo indeseable. Arma de paciencia sus horas
sabiendo que tendrá que surcar las arenas por las que alguien pretenda
deslizarla para sacarla de quicio. No lo conseguirán. Nada habrá que la
perturbe porque ha erigido una atalaya de verdad inexpugnable. Sabrá degustar
como nadie las escasas horas de asueto sabiendo que en ellas está la clave del
oasis en el que saciarse de sueños. Empieza a sentir que la vida se le pone de
cara y se sabe querida. Lágrima fácil venida del sur a la que la distancia
respeta para hacerse cercano. Tened precaución si pasáis a su lado. Lo más
probable será que a partir de ese momento no encontréis un vergel mejor, ni una
mejor samaritana. Y no os preocupéis si la calabaza no se convierte en carroza
a la medianoche; ella ya se encargó de convertir en alazanes a los ratones que
intentaron zancadillearla y sabe que todo cuento se repite cada vez que quien se
sigue sintiendo niño así lo solicita. Si lo primero que me llamó la atención
fue su sonrisa y su simpatía, ahora comprobaréis sin duda alguna que sois unos afortunados
al sentir el poder de su encanto. Cualquier otro antojo, a partir de ahora, le
es permitido.
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