1.
Josefa, Amadeo y Josefina
Poco tiempo tardé en darme cuenta del significado que tiene
mimado. Simplemente, las circunstancias familiares derivadas de unas obras, me
llevaron a sus faldas en El Salto y allí empecé a sentir la magnitud de dicho
calificativo. Mi tía, mi tío y mi prima, esculpieron un trono invisible desde
el que mis caprichos se convertían en órdenes. Daba igual si la cadena de la
bicicleta pasaba a ser manivela del proyector del imaginario cine o si boquilla
de estaño incentivaba mi deseo de convertirme en prematuro fumador. Allí estaba
la habilidad de las manos del tío para dar cumplida cuenta de mi inexistente
madurez. Y si algo faltaba, ella, mi prima Josefina, ponía el punto y seguido a
cualquier requerimiento involuntario. De cómo sobreviví a un ahogamiento en la
piscina podría dar testimonio la congoja que les acompañó una vez que Daniel me
sacó precipitadamente. De cómo los celos se apoderaron del crío que era cuando mi
prima se casó con Desi creo que dejaron una estela tan larga que mejor será no
remover cicatrices. Pasó el tiempo y las tardes se convirtieron en lúdicas
coincidencias alrededor de la estufa. La partida de brisca se abría a la
inminencia del ocaso del día y allí alguna trampa en el recuento daba fe de
cuánto se escatima la verdad si se trata de ganar un sonrisa. Ella, con su
sempiterno hábito sonreía ante las ocurrencias que de mi vocación lectora
surgían inventando historias que no entendía. Él, desde las canas acicaladas,
pasando revista a los pormenores que el noticiero de turno traía semanalmente. Y
de frente, la cocina de hierro forjado testimoniando cariños. Y más arriba, los
atrojes convertidos en recámaras de cereales huidos de cosechas pasadas. Y más
abajo, la leñera que oficiaba de taller de ocio mientras a su espalda la
higuera emergía cada primavera. La parra trepadora afincándose en la pared como
si quisiera refrescar los yesos, Tiempo
ausentes que renacen cada vez que las luces regresan bajo la mirada de los
alabastros sonrientes de los enanos custodios. Dentro, un Corazón de Jesús
sentado en el trono reivindicaba su papel protector de aquella vivienda. Las
bolsas de leche disputándose rincones en el frigorífico de dos puertas y en
algún arcón aquel mantón de Manila que por quinientas pesetas adquiriese el
abuelo Telesforo al tuerto de Morella. De ellos aprendí la inexistencia de
límites que el amor tiene. De ellos aprendí la energía soterrada que esconde la
paciencia. De ellos aprendí cuánto valor tiene el modo de enfocar la vida
cuando la vida empieza a caminar a tu lado. De ellos sigo respirando cada vez
que se aleja el sol y desde mi patio giro la vista hacia aquel rincón en el que
tan felices fueron las tardes de mi niñez.
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