martes, 5 de mayo de 2015

de " CARA A CARA"


 

6.       Aquelarre entre salitres

Aquel día en el que el verano empezaba a despedirse decidí apurar las últimas olas de la temporada y me dirigí, como de costumbre, al rincón preferido de las arenas hospitalarias. La marea, precursora del cambio de estación, se había hecho presente durante la noche y entre surcos de guijarros los restos del oleaje jalonaban las  huellas de tiempos aún no remotos. Apenas cinco parejas paseando, algún perro dueño y señor del espacio abandonado, y dos sillas de playa como parapeto ante la despedida de los calores furtivos.

En esa situación estaba, cuando de repente, al girar la vista, mi curiosidad tuvo un punto de ignición al contemplar aquello que, como mínimo, resultaba chocante. Un señor de unos treinta y tantos arropado con una bata de galeno (o eso me pareció a mí) deambulaba inquieto bajo la marquesina del puesto de socorro ya cerrado. Y lo hacía acompañado  de un no muy numeroso grupo de lo que supuse eran amigos. En esos momentos de silencio es cuando la mente comienza a idear el posible guión de la escena que se le presenta. ¡Ya está!, deduje, este señor, tras no ímprobos esfuerzos, había logrado aprobar el examen de selectivo en la convocatoria de repesca de Septiembre.  Sin duda sus deseos de licenciarse como médico empiezan hacerse realidad y ha decidido venir a celebrarlo con sus allegados para hacerlos partícipes de su dicha. Una sonrisa de complicidad, un saludo de mi rostro y un parabién de mi gesto se unieron desde lejos a la felicidad que se respiraba.

Más el decorado empezó a tornarse confuso cuando el número de amigos como el de futuros médicos iba “in crescendo” en progresión geométrica ante mis aturdidos ojos. Se sumaron de todas las edades y estilos: ancianos impolutos, ancianas enjoyadas, jovenzuelos barbilampiños y los padres e hijos de ambos grupos.  Toda una amalgama colorida de fiesta y recubierta de blanco convirtió a aquella tarima arenada en la más irreal aula magna que nunca se viera en los sueños de este testigo. Cirujanos, traumatólogos, endocrinos, cardiólogos y demás especialistas entonando para mis adentros el Gaudeamus Igitur . Todas las batas blancas del mundo estaban allí.

No salía de mi asombro hasta que como colofón a la puesta en escena aparecieron varios guitarristas  flamencos, media docena de palmeros y algún que otro espécimen  recién salido de un álbum de fotos más propio de cualquier comunión multitudinaria que de una orla académica futura.

Y no, no era precisamente una comunión. Era un bautizo. Todo aquel atrezzo respondía al acto bautismal de un grupo que abrazaba una religión que no acabo de recordar cuál era. Tras formar un inmenso círculo, escuchar las plegarias de quien sin duda era el prior, y seguir el ritmo de la música rumbosalsera emprendieron la inmersión en las aguas que ya empezaban a perder el calor veraniego. Aguas que recobraron asombradas sus oleadas de vigor. Batas, zapatos, chaquetas, pantalones, todo el vestuario acompañaba a los bautizados en su ferviente inmersión mientras mis ojos no parpadeaban ni mi cerebro era capaz de resolver la ecuación de semejante aquelarre.  Gozosos, y milagrosamente no ahogados, recibidos en la fe, se refugiaron tras unas sábanas que oficiaron de vestuario y sin esperar agradecimiento de Neptuno, igual que llegaron, se fueron yendo. Omitiré los comentarios que escuché de boca de los paseantes que como yo se asombraron. No mencionaré la reticencia del perro anterior a volver a acercarse al agua. Y sobre todo, nunca daré por terminada una temporada estival hasta que el frío de las brisas clausure el templo y el baptisterio de yodo que tan generoso se mostró con aquellos a los que creí futuros  sucesores de Hipócrates.

Jesús( defrijan)

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