El mundo de la raqueta
O quizás debería hacer extensivo el título a todo artilugio
más o menos acomodado a la muñeca que espera a la consabida pelota. Ese
misterioso deporte cuya finalidad consiste en golpear a una esfera peluda para
hacerla brincar más allá de la frontera que la red determina. Ese divertimento
que ha sufrido múltiples variaciones a lo largo de los años del practicante en
proporción inversa a sus cualidades físicas o años cumplidos ha acabado en la susodicha
modalidad llamada pádel. Aunque sospecho
que a nadie le suena a novedoso, remarcaré la idea principal del mismo.
Consiste en jugar a tenis con pelotas de tenis en una cancha de minitenis
acristalada, enrejada, descubierta al cielo y con pista de moqueta convenientemente
salada. Si el afortunado diseñador es poco amante del mismo no caerá en la
cuenta del movimiento de rotación térreo que originará la aparición inmisericorde
del sol directo a los ojos a modo de dardo envenenado inevitable. Allí, las
pupilas sometidas a la mayor de las torturas, bastante tendrán con acertar a
ciegas con la trayectoria de la bola que les llegue del otro lado. Con un poco
de suerte el cambio de campo propiciará que los contrarios se sientan cegados
en su correspondiente turno y así sufrir el hándicap que minutos antes tomaban
como excusa. Mientras tanto, el tanteo llevará la exactitud tan inexacta como el escamoteo de puntos decida contar el encargado de entre
los cuatro. Habrá que tener especial cuidado en no resbalar con la lluvia de
pelotas que se habrán diseminado a lo largo del verde a la espera de los riñones
que decidan torturarse al acceder hasta ellas. Con algo de suerte, aquella bola
que traspasó redes y alturas y calló lejos, será devuelta por el gentil
viandante que no decida salir huyendo con ella. La rodillas pedirán árnica para
soportar semejantes trotes y las muñecas que otrora se acostumbraron a la
cuerdas sentirán que el suplicio del golpe seco quiere separarlas de los
antebrazos. No añadiré, para no desanimar
a futuros, el bochorno consiguiente que padecerán aquellos componentes de la
pareja perdedora. De nada servirán las reconfortantes caricias lupulares
posteriores al encuentro, nada les provocará consuelo y las horas pendientes de
la revancha semblarán años bisiestos. De cualquier modo, el amargo sabor de la
victoria aparecerá en la mitad de la noche cuando seas incapaz de darle la
vuelta a tu lacerado cuerpo en el colchón que ya no sabe cómo ponerse para
evitar tus quejas. Así que, amigos míos, pensáoslo bien. Y caso de ser osados
os recomiendo un compañero que corra por los dos, unos rivales que sepan que
van a perder antes de empezar, una pista que tenga sombra permanente, varias
docenas de pelotas para no andar en su búsqueda y un contador de tantos justo
para dejar a las claras que nadie ganó. Ya lo celebraréis escanciando las
cebadas como solo los amigos saben hacerlo.
Jesús(http://defrijan.bubok.es)
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