¡Virgen santa!
Indiscutiblemente sólo la fe es capaz de explicar
semejantes escenas y ritos. Una fe que provoca que llegada la fecha se
encaminen los devotos a kilómetros de distancia a rendir culto a la virgen en
pos de una petición o de un agradecimiento. Sólo quien camine por las veredas
del agnosticismo será incapaz de comprender semejante puesta en escena. No
entenderá cómo años atrás nuestras abuelas eran capaces de caminar descalzas
semejantes distancias para agradecer a la divinidad la cura del cerdo dispensador
de sustentos a lo largo del año, o la mejora de la enfermedad de ese ser
querido al que no conseguían sanar los médicos, o el acuerdo planteado entre
las oraciones para ver realizado un sueño. Da igual si el santuario está
situado en la consabida cueva sobre la que un pastor tuvo la fortuna de ser
visitado o si la basílica se ha convertido en el centro de amparo para quienes
solícitos acuden a ella. La puesta en escena delatará una inquebrantable
necesidad de ser escuchados y como emisarios más o menos voluntarios unas
angelicales criaturas surcarán el cielo para intentar tocar el manto. Y todo en
pos de la ayuda celestial que nos señale como los elegidos entre los inmunes.
Quizás perdemos de vista la racionalidad que nos indica la dual existencia
entre salud y enfermedad, suerte y desdicha, acierto y error, pretendiendo que
desde arriba sólo permitan el paso a una de las caras de la moneda. Admirable y
compartida esa sensación de agradecimiento por parte de quien no suele ser
modelo de practicante que digamos. Sea como fuere, el calendario ya se encarga de establecer
unas estaciones en las que subirse al tren del santoral y el “por si acaso”
pica el billete de ida y vuelta. Y mientras tanto, a metros de distancia y a años
luz de los comunes, aquellos que tienen la potestad de hacer reales tales
peticiones posando para el retoque fotográfico de los carteles propagandísticos,
aclarando la voz para repetir estribillos con música de fondo y sabiendo que en
el circo previsto y promovido, la fe mueve montañas y ellos ya visitaron la
cueva previamente para dar testimonio del milagro de su propia perpetuidad. De modo
que hoy no se me ocurre entonar otra salve que no sea la de sálvese quien pueda
de semejantes predicadores y concluir con esa exclamación tan arraigada entre
los míos que abrió este soliloquio.
Jesús(http://defrijan.bubok.es)
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