domingo, 10 de mayo de 2015


¡Virgen santa!

Indiscutiblemente sólo la fe es capaz de explicar semejantes escenas y ritos. Una fe que provoca que llegada la fecha se encaminen los devotos a kilómetros de distancia a rendir culto a la virgen en pos de una petición o de un agradecimiento. Sólo quien camine por las veredas del agnosticismo será incapaz de comprender semejante puesta en escena. No entenderá cómo años atrás nuestras abuelas eran capaces de caminar descalzas semejantes distancias para agradecer a la divinidad la cura del cerdo dispensador de sustentos a lo largo del año, o la mejora de la enfermedad de ese ser querido al que no conseguían sanar los médicos, o el acuerdo planteado entre las oraciones para ver realizado un sueño. Da igual si el santuario está situado en la consabida cueva sobre la que un pastor tuvo la fortuna de ser visitado o si la basílica se ha convertido en el centro de amparo para quienes solícitos acuden a ella. La puesta en escena delatará una inquebrantable necesidad de ser escuchados y como emisarios más o menos voluntarios unas angelicales criaturas surcarán el cielo para intentar tocar el manto. Y todo en pos de la ayuda celestial que nos señale como los elegidos entre los inmunes. Quizás perdemos de vista la racionalidad que nos indica la dual existencia entre salud y enfermedad, suerte y desdicha, acierto y error, pretendiendo que desde arriba sólo permitan el paso a una de las caras de la moneda. Admirable y compartida esa sensación de agradecimiento por parte de quien no suele ser modelo de practicante que digamos. Sea como fuere,  el calendario ya se encarga de establecer unas estaciones en las que subirse al tren del santoral y el “por si acaso” pica el billete de ida y vuelta. Y mientras tanto, a metros de distancia y a años luz de los comunes, aquellos que tienen la potestad de hacer reales tales peticiones posando para el retoque fotográfico de los carteles propagandísticos, aclarando la voz para repetir estribillos con música de fondo y sabiendo que en el circo previsto y promovido, la fe mueve montañas y ellos ya visitaron la cueva previamente para dar testimonio  del milagro de su propia perpetuidad. De modo que hoy no se me ocurre entonar otra salve que no sea la de sálvese quien pueda de semejantes predicadores y concluir con esa exclamación tan arraigada entre los míos que abrió este soliloquio.    

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