De Enguídanos a la
Pesquera y viceversa
Hace algunos años, cuando el Pantano de Contreras buscaba
ubicación como embalse, las sucesivas prospecciones del terreno lo fueron
desplazando de Enguídanos hacia su localización actual. Las fugas hídricas del
terreno así lo exigían y a tal efecto el curso río abajo serpenteó por lo que
en principio acabaría no siendo un terreno sepultado. De modo que la carretera
que unía a ambas localidades quedó diseñada en una serie de subidas y bajadas
que aún perduran. Más de un diseño tertuliano a la sombra de Agosto ha
intentado otorgarle rango de salida natural hacia la costa, obviando el número
de curvas que va parejo a las cotas de desniveles que la coronan. Poco importa
que el terreno acuse los efectos de las trombas de agua que el otoño promueve
si de lo que se trata es de acortar unos cuantos kilómetros. De hecho, hace
años, cuando los recursos lo permitieron fueron asfaltados algunos de ellos. En
concreto, seis, desde la Plaza. Y a tal
efecto decidimos tres amigos convertirnos en émulos de Perico Delgado aquella
mañana. Cogimos las bicis como si fuésemos los protagonistas de Verano Azul y
salimos hacia allá. Los primeros desniveles, al ser asfaltados, no supusieron demasiado
esfuerzo. Sortear la cercanía de los
panales en los que las abejas reinaban amenazantes, más que insensatez, fue una
locura por más que lograsen acelerar nuestro pedaleo. Pero llegar al reino de
la piedra suelta fue el colmo de la osadía. Ni los romeros del camino se
apiadaron de los sudores que nos resbalaban por los rostros. Aquello no era una
etapa lúdica ciclista, no. Era el séptimo tormento voluntario al que nos vimos
sometidos por mor de un reto cuarentón.
Las piernas iban a su antojo, los juncos contenían su sonrisa y el polvo se
adhería a nuestra piel como testigo de semejante reto. Las botellas de agua
hacía kilómetros que se vaciaron y no se veía el fin del suplicio. Ya cuando la
desesperación llegaba a su cénit
aparecieron las primeras antenas, los primeros tejados, los primeros ladridos.
Estábamos en la Pesquera y el instinto de supervivencia nos llevó a la fuente.
A nuestro paso, Eduardo, el gran Eduardo, nos saludó, y tras silenciar entre
risas su opinión se ofreció a retornarnos por el trayecto que tan bien conocía
y realizaba todos los lunes. Su bigote hablaba sinceramente, pero el pundonor
nos impedía aceptar tal ayuda. Así que, despojados de la vestimenta, la
sumergimos en las cristalinas y con la humedad como compañera, regresamos. Hora
y media después, de nuevo la Plaza, nos recibía. En esa jornada quedaron claras
varias cuestiones. Ente ellas la nula ganancia de tiempo como carretera
alternativa, la belleza del paisaje que las montañas y el agua diseñan y sobre
todo comprobar cómo el destino decidió el desahogo de unas tierras que me siguen
cautivando cada vez que las transito.
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