martes, 16 de junio de 2015


De Enguídanos a la Pesquera y viceversa

Hace algunos años, cuando el Pantano de Contreras buscaba ubicación como embalse, las sucesivas prospecciones del terreno lo fueron desplazando de Enguídanos hacia su localización actual. Las fugas hídricas del terreno así lo exigían y a tal efecto el curso río abajo serpenteó por lo que en principio acabaría no siendo un terreno sepultado. De modo que la carretera que unía a ambas localidades quedó diseñada en una serie de subidas y bajadas que aún perduran. Más de un diseño tertuliano a la sombra de Agosto ha intentado otorgarle rango de salida natural hacia la costa, obviando el número de curvas que va parejo a las cotas de desniveles que la coronan. Poco importa que el terreno acuse los efectos de las trombas de agua que el otoño promueve si de lo que se trata es de acortar unos cuantos kilómetros. De hecho, hace años, cuando los recursos lo permitieron fueron asfaltados algunos de ellos. En concreto, seis, desde la Plaza.  Y a tal efecto decidimos tres amigos convertirnos en émulos de Perico Delgado aquella mañana. Cogimos las bicis como si fuésemos los protagonistas de Verano Azul y salimos hacia allá. Los primeros desniveles, al ser asfaltados, no supusieron demasiado esfuerzo.  Sortear la cercanía de los panales en los que las abejas reinaban amenazantes, más que insensatez, fue una locura por más que lograsen acelerar nuestro pedaleo. Pero llegar al reino de la piedra suelta fue el colmo de la osadía. Ni los romeros del camino se apiadaron de los sudores que nos resbalaban por los rostros. Aquello no era una etapa lúdica ciclista, no. Era el séptimo tormento voluntario al que nos vimos sometidos por mor  de un reto cuarentón. Las piernas iban a su antojo, los juncos contenían su sonrisa y el polvo se adhería a nuestra piel como testigo de semejante reto. Las botellas de agua hacía kilómetros que se vaciaron y no se veía el fin del suplicio. Ya cuando la desesperación  llegaba a su cénit aparecieron las primeras antenas, los primeros tejados, los primeros ladridos. Estábamos en la Pesquera y el instinto de supervivencia nos llevó a la fuente. A nuestro paso, Eduardo, el gran Eduardo, nos saludó, y tras silenciar entre risas su opinión se ofreció a retornarnos por el trayecto que tan bien conocía y realizaba todos los lunes. Su bigote hablaba sinceramente, pero el pundonor nos impedía aceptar tal ayuda. Así que, despojados de la vestimenta, la sumergimos en las cristalinas y con la humedad como compañera, regresamos. Hora y media después, de nuevo la Plaza, nos recibía. En esa jornada quedaron claras varias cuestiones. Ente ellas la nula ganancia de tiempo como carretera alternativa, la belleza del paisaje que las montañas y el agua diseñan y sobre todo comprobar cómo el destino decidió el desahogo de unas tierras que me siguen cautivando cada vez que las transito.  

 Jesús(defrijan)

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