Las gateras
Cuando las casas se alzaban no más de dos pisos, en la
puerta de entrada principal, se horadaba un agujero a escasos centímetros del
suelo. Por dicho agujero tenían pleno derecho al paso los gatos de la familia.
Y como tales, ejercían del mismo a su
libre disposición. Entraban y salía a su antojo y sigilosamente buscaban o bien
la caricia de sus dueños o el solaz de su rincón en el que situarse a meditar.
Era curioso verlos dormitando a medida que el sol cruzaba el cielo y desde su incógnita
presencia te dedicaban una mirada rasgada como preguntando qué tal te iba la
vida. Ellos, mientras tanto, acicalaban sus bigotes, desperezaban su patas o encorvaban el lomo según sus
apetencias. Y nadie les importunaba, porque a nadie molestaban. Su sigilo al
andar era tan discreto que ni los más próximos podían afirmar dónde se
encontraban en un momento determinado del día. Siempre, y haciendo gala de su
naturaleza felina, advertían con el hocico de cuáles eran los límites a imponerles
y el acuerdo tácito se firmaba desde la caricia nada más ser adoptados. Vagaban
a su antojo y la pulcritud de su pelaje no necesitaba de capas protectoras.
Lejos quedaban aquellos otros comunes a la casa que con sus ladridos intentaban
marcar un territorio o infundir miedo al intruso. Eran los súbditos en la
escala de domesticidad y nunca se atrevían a plantarles cara porque sabían de
su derrota. De los dueños dependía el cerrar o no la gatera en cuestión. Si la
dejaban abierta, su fiel custodio siempre les tendría a salvo de roedores
atrevidos que no sabían de su temeridad; si la dejaban cerrada, quizás un
segundo intento de entrar por algún otro hueco entrase en los planes del minino
en cuestión. Pero lo que siempre tuvieron claro unos y el otro fue la
imposibilidad de ponerle un bozal a sus maullidos ni una cadena a sus pasos. Si
decidía, en base a sus apetencias,
voluntades, o lo que fuese, salir de aquel recinto momentáneamente o de forma
definitiva, nadie tendría fuerza suficiente como para impedírselo. Las
maderas de los portones fueron dejando paso a los metales de las puertas; las
viviendas alzaron alturas y se mudaron al bullicio; su primigenia labor de
salvaguarda casero dejó paso a raticidas y artilugios fónicos ahuyentadores de
plagas; sus garras se fueron curvando en la molicie del sofá. Tan sólo perdura
la caricia de alguna mano amiga que le rasca el lomo mientras, a través del
cristal, maúlla tristezas o alegrías a la luz de la luna. Seguro que sabe que la gatera es
su frontera natural y no está dispuesto a renunciar a ella por nada ni por nadie.
Jesús(defrian)
No hay comentarios:
Publicar un comentario