martes, 23 de junio de 2015


Las gateras

Cuando las casas se alzaban no más de dos pisos, en la puerta de entrada principal, se horadaba un agujero a escasos centímetros del suelo. Por dicho agujero tenían pleno derecho al paso los gatos de la familia. Y como tales, ejercían  del mismo a su libre disposición. Entraban y salía a su antojo y sigilosamente buscaban o bien la caricia de sus dueños o el solaz de su rincón en el que situarse a meditar. Era curioso verlos dormitando a medida que el sol cruzaba el cielo y desde su incógnita presencia te dedicaban una mirada rasgada como preguntando qué tal te iba la vida. Ellos, mientras tanto, acicalaban sus bigotes,  desperezaban  su patas o encorvaban el lomo según sus apetencias. Y nadie les importunaba, porque a nadie molestaban. Su sigilo al andar era tan discreto que ni los más próximos podían afirmar dónde se encontraban en un momento determinado del día. Siempre, y haciendo gala de su naturaleza felina, advertían con el hocico de cuáles eran los límites a imponerles y el acuerdo tácito se firmaba desde la caricia nada más ser adoptados. Vagaban a su antojo y la pulcritud de su pelaje no necesitaba de capas protectoras. Lejos quedaban aquellos otros comunes a la casa que con sus ladridos intentaban marcar un territorio o infundir miedo al intruso. Eran los súbditos en la escala de domesticidad y nunca se atrevían a plantarles cara porque sabían de su derrota. De los dueños dependía el cerrar o no la gatera en cuestión. Si la dejaban abierta, su fiel custodio siempre les tendría a salvo de roedores atrevidos que no sabían de su temeridad; si la dejaban cerrada, quizás un segundo intento de entrar por algún otro hueco entrase en los planes del minino en cuestión. Pero lo que siempre tuvieron claro unos y el otro fue la imposibilidad de ponerle un bozal a sus maullidos ni una cadena a sus pasos. Si decidía,  en base a sus apetencias, voluntades, o lo que fuese, salir de aquel recinto momentáneamente o de forma definitiva, nadie tendría fuerza suficiente como para impedírselo.   Las maderas de los portones fueron dejando paso a los metales de las puertas; las viviendas alzaron alturas y se mudaron al bullicio; su primigenia labor de salvaguarda casero dejó paso a raticidas y artilugios fónicos ahuyentadores de plagas; sus garras se fueron curvando en la molicie del sofá. Tan sólo perdura la caricia de alguna mano amiga que le rasca el lomo mientras, a través del cristal, maúlla tristezas o alegrías a la  luz de la luna. Seguro que sabe que la gatera es su frontera natural y no está dispuesto a renunciar a ella por nada ni por nadie.

 

Jesús(defrian)    

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