domingo, 31 de enero de 2016


Montreaux, Dijon, Gruyéres y Basilea (capítulo III)



Una nueva jornada se abría entre el frescor de Lausana y el deseo de devorar kilómetros se alzaba con nosotros. Partimos bordeando el lago Lemán hasta Montreaux y sobre su paseo marítimo todavía quedaba constancia de los últimos compases de jazz del festival recién finalizado. Esculturas alusivas con forma de claves se dejaban inmortalizar ante el desmembramiento de las carpas que habían sido testigos de ritmos improvisados. Curioso traslado hacia las inmediaciones de los Alpes de aquellos sonidos nacidos en los clubs nocturnos en los que los metales, parches,  vientos, cuerdas y voces campaban a sus anchas.Y así, del mismo modo, a escasos kilómetros, el Castillo de Chillón custodiando a las frías aguas, imitando al  lusitano  de Belén. Y un poco más al noreste, Gruyéres,  la encantadora ciudad medieval de Gruyéres, que se alzaba en lo alto de una colina sobre la que se mostraba orgulloso un castillo a modo de estandarte de pasadas glorias. A un lado u otro de los miradores el verde lo cubría todo y el sosiego de los bóvidos pastantes anticipaba el sentido del gusto sobre los productos derivados de sus ubres. Los cencerros apenas trabajaban por no ser necesario el recogimiento entre aquel ganado tan acostumbrado a la calma que disfrutaba de la placidez de Julio. Sus empedradas callejuelas desembocaban en la plaza que custodiaban los innumerables puestos de artesanía locales y la plácida sobremesa   entre mesones de fondue  precisaba de un tiempo de reposo antes de reiniciar la marcha. Allí pasé revista al estilo político que decidieron los suizos y no dejé de admirar de nuevo la practicidad de la ley. Si entrar en la minuciosidad de los  detalles sólo resumiré el hecho de que los acuerdos son por unanimidad y las presidencias corren turnos  sucesivos. Sin duda buscan evitar acomodaciones al cargo que tan cotidianas nos aparecen en nuestro entorno más próximo. Un nuevo café vendría a sumarse al suspiro del conformismo y el impulso por conocer las famosas cataratas del Rhin que se sumaron al trayecto. Y sin saber ni el  cómo ni el  porqué, acabamos en Basilea. Allí las únicas cataratas que se apreciaban eran las que descendían de los letreros luminosos con un Federer victorioso luciendo reloj de ensueño en una muñeca y raqueta de triunfo en la otra. De modo que con el penúltimo set de la jornada concluido, ya de regreso, Friburgo. La tarde empezaba a mostrarse y la constancia de estar pisando una ciudad sumamente católica no se debía en exclusiva a la Catedral dedicada a San Nicolás, sino más bien a los nombres bíblicos de la mayoría de sus puentes. Retrocedimos a nuestro punto de partida y esta vez sí, esta vez, el melón nos rindió pleitesía.



Jesús(defrijan)    

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